martes, 19 de octubre de 2010

Vergüenza y orgullo

Dicen que nadie escribe para meter sus paridas en un cajón. Pues bien, ésto que hoy escupo en este papel cómplice y aliviador, quisiera que nadie lo leyera. Lo vierto en las manos abiertas de esta página, confiado en que su discreción incorpórea respetará mi vergüenza. Y arrojo mi sufrir a la rejillas píxélicas de este desaguadero digital como ayer vi que tiraba las llaves de su coche averiado un conductor cabreado a las rejillas del alcantarillado. ¿O tal vez es el orgullo el que me reprime por dentro, y me obliga a ocultar lo que siento bajo el abrigo reconfortante de estos garabatos heridos?

Y su dolor, para que no me lastime, lo arrojo por la ventana al vacío de este escritorio iluminado. Y que el llanto de estas letras se confunda y se diluya con la humedad de la madrugada. Y que el alba con sus indefinidas sombras, aún no desveladas, considerada patina, enlute y vista de rocío los sequedales de este escabroso cuerpo, inútil de limitaciones y comedias. Y que la bondad imperturbable e impasible de otro día, que amanece igual de frío, me absuelva del delito de la ignorancia, del destino, la impotencia, de la crisis, de las artrosis del alma.

Por eso, lector insólito, si por error, o malicioso spam, u otro email no deseado, te llegara esta misiva, ¡por favor, no la leas! ¡Me avergonzaría tanto que alguien supiera a qué saben mis lágrimas, qué comen mis palabras!

No hay herida más grande que aquella causada precisamente por el amor frustrado, aquel que fue amasado con la expectación inusitada de ver germinar el esperma. Estabas seguro que tu virilidad haría florecer el vástago. Y al final te diste cuenta que el hombre es una pasión inútil. Y no llego a esta conclusión al igual que Sartre, llevado por su particular filosofía de entender la existencia humana, sino convencido, traumatizado y con dentera, con mi voluntad por los suelos ¿Cómo pueden saberme a gloria las delicatessen de este desayuno a las puertas del infierno?

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