Tengo un cajón enorme lleno de títulos, cursos, créditos, menciones y reconocimientos. Miles de horas en talleres, instituciones y academias engordan incontables diplomas que van desde aquel de sexador de pollos, a este otro último: técnico montador de grúas para la construcción, que terminé por cierto la semana pasada, firmado por el mismísimo ex-regidor de Malaya.
Todos estos certificados fueron culminación de largas vigilias y esfuerzos. Gracias a ellos accedí a conocimientos tales como el desarrollo de la ley del péndulo, la formulación de la teoría de la gravedad. Llegué incluso a definir el aperión de Anaximandro. Adquirí habilidades muy necesarias para un funambulista de tierra como yo, entre las que cabe mencionar la de mantener encendida más de un minuto una cerilla dentro de la boca cerrada, hipnotizar a una gallina, o aquella de cotillear y mantener los labios sellados al mismo tiempo.
Como extra y apéndice añadido guardo en el cajón de mi historial laboral, aún sin desvirgar a mis treinta y cuatro tacos, voluntariados en distintas oeneges, como la de gorrilla en el parking de la Cacharrería, o aplanador a tiempo parcial de la luna menguante y el arco iris. Y envuelto en papel cebolla, con cinta roja incluida, conservo también mis tres cursos de becario en el hospital de veterinaria donde me enseñaron, además de aprender a ser precario, a esterilizar ratas madres con una escoba.
Y no crean ustedes que fue suficiente fotocopiar los impresos de todos estos conocimientos adquiridos, y presentarlos en su lugar pertinente como merecedores de empleo. No. Fue necesario además asistir a un curso de trescientas horas para aprender la manera perfecta de confeccionar un currículum. Durante tres meses y medio me especialicé en estrategias de implementación, indexación y otras destrezas curriculares que darían fe y nota de mi interdisciplinaridad sobrada.
Si el trabajo que busco (cualquiera me valdría) se lo dieran al currículum más abultado, al de más peso, seguro que se lo llevaría la maleta que cargo sobre mis hombros cada vez que acudo jorobado a una entrevista de empleo.
La última vez por ejemplo, ayer mismo, estuve en una agencia de colocación privada. Necesitaban un montador de grúas para un parque temático de 6 millones de metros cuadrados que la Paramount va a construir en nuestra región con capacidad para emplear a más de veinte mil personas. Estaba claro, uno de esos trabajadores en potencia era yo. Con todas mis credenciales y compulsas me presenté a las pruebas. Las teóricas tuvieron lugar por la mañana. Las superé por supuesto. Lo peor vino luego, a la tarde: los ejercicios prácticos.
El tribunal desde el palco de honor del estadio de la Condomina, lugar donde tuvieron lugar las pruebas, supervisaba el saber de los participantes por riguroso orden de inscripción. Llega mi turno. El presidente del tribunal, el mismo Samper, el presidente del Real Murcia C. F. en persona, después de leer mi nombre de una larga lista de más treinta mil solicitudes, y tras verificar la notoriedad intachable de mi expediente, levanta la vista, y extrañado al verme desprovisto de todo utillaje, me dice:
Veamos, muchacho, ¿ha traído usted las herramientas que precisa para demostrar con éxito su buen hacer como gruista? ¿O acaso no sabe usted que para esta prueba, según consta en la misma convocatoria, el opositor debe aportar de su cuenta todo el material necesario, incluida la torre y el mando a distancia, para aprobar este examen?Y para que la amonestación verbal del presunto Sr. Samper no siguiera envenenando con su inculpación pendiente mi currículum sin mancha , sali a escape del recinto deportivo, no sin antes responder:
Perdone, señor, tanto la pluma como el motor de elevación me los dejé olvidados encima del piano de la buhardilla suite de mi apartamento. Prefiero ser un parado que no un pringado. Y espéreme sentado que enseguida vuelvo.
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