"Más de una flor despliega con pesar su perfume dulce como un secreto en las soledades profundas"
(Baudelaire)
Tengo veintiún años. Hace ya más de diez días que mis padres, mi novia, mis amigos, todo el pueblo rastrea mi cuerpo; no saben nada de mi. Tampoco yo.
Metido en esta recámara oculta, burbuja vacía a la que científicos cuánticos han extraído el aire de mi conciencia, no siento mi pérdida. En este atardecer helado bajo este puente abrigado ni me busco, ni me huyo. La vida sin mi. ¡Ausente! (abs-ente, sin esencia). No lloro como mis padres mi extravío, porque los pobres de Dios no tienen dineros para comprar lágrimas, ni dátiles, ni coca, ni risas, esos racimos jugosos de granos sanguinolentos que la crisis vende junto a la tapia del camposanto. El miedo me ha traido a este rincón inhóspito, el miedo de no saber andar mi propio camino. Y quise poner en marcha mi enquistamiento con jugo de amapolas blancas.
Correos electrónicos dan la vuelta cada segundo al mundo cual perros policías con mi nick en el hocico husmeando el dulce aroma de mi desaparición.
Madre no se aparta del teléfono, agarrada está como un náufrago a la esperanza de un politono. Pasquines con mi fotografía pegados en las esquinas, en los postes del semáforo, en la tapadera de los inodoros públicos. Mi novia en el cristal de sus ojos lleva escrito un SMS, un grito. Ella mejor que nadie sabe el por qué de mi bajada a este infierno blanco.
Ojalá pudiera yo desde aquí gritarle a los que me buscan que dejen de seguirme, que mi camino no lleva a ningún sitio. Nadie puede encontrarme sin ante haber dado yo conmigo.
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