jueves, 7 de octubre de 2010

El viejo en el jardín

El trabajo del artista y su ánimo tan de la mano van, que forman los dos un vaso comunicante. Si alicaído está el uno, el otro no le anda a la zaga. La pintura es el café cargado que muy de mañana esnifa el pintor para seguir despierto. Si su pincel de aromas no trabaja, va errado durante el resto del día, como el escritor que no escribe, como el novio que no se arrima, como un perro callejero, como una piedra, como un piano sin teclas, como el senderista que si no sale a andar le falta el alma, como ese viejo de ahí que no se entera de nada.

Todas las comparaciones son odiosas, y ésta última además, desafortunada e injusta. El viejo, como el perro perdido, como la piedra boba y el senderista a piñón fijo, no porque pertenezcan a un mundo para el artista ajeno, han de tener un rango menor.

Ahí lleva ese viejo tomando el sol en el jardín más de cuatro horas, las mismas que el pintor. Está sentado frente a la plaza, en un banco de hierro. La añosa sillería de la catedral que el pintor intenta trasladar a su tela aguanta sobre sus lomos a toda la corte del pórtico de la gloria, al igual que el banco con sus patas firmes soporta sumiso al abuelo.

Lleva el viejo una boína de las de antes, de visera corta, de paño negro recién estrenado y con su pezón enhiesto. Desde aquí no alcanza el pintor a ver los ojos vivos del anciano, ni su inacabable cigarro. Lleva chaqueta recia a juego con la camisa de invierno. El cuerpo lo tiene derecho a pesar de sus años. Está rígido como una vela, empalado, con sus costillas soldadas a la columna, ni siquiera se apoya en el respaldo el viejo. De profesión este hombre debió ser recolector de estrellas.

Tres o cuatro veces durante la mañana mira el artista, por encima del caballete desde donde trabaja, al viejo; y siempre lo encuentra quieto, estoicamente sentado, inconsciente, como la misma catedral, indiferente al paso preocupado de la gente. No guiña el viejo sus orejas al chasquido del agua contra la espantada gárgola de la fuente.

Una mujer, al parecer su hija, la que esta mañana con cuidado tal vez ahí lo sentara sobre las tablas de su eternidad en escabeche, se acerca ahora. Suenan los tres cuartos para las tres en el reloj de la torre. Y desde aquí el pintor se imagina lo que dicen:
¡Vamos, padre, es la hora de la comida!
El viejo no se mueve. Sus pies calzados con alpargatas de plomo se lo impiden, parecen cimentadas en el suelo. Ni un refunfuño, ni un gesto fatigoso sale de su boca. Ni siquiera dice el viejo:
¡Que asco de cuerpo!
La hija, impotente, desiste, se aleja.

El pintor termina su obra. Recoge sus bártulos. Se dirige al banco. Y luego de saludar al viejo le pregunta:
Si a usted, señor, le dieran a elegir entre ser estatua, o un muerto ¿con qúe se quedaría?

2 comentarios:

  1. Un texto muy hermoso sobre la espera y la creación, vasos comunicantes explicados con una metáfora muy potente. Así he entendido el texto.
    Un saludo,

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  2. Uff qué acertado y qué belleza al recrearnos la magia de la creación. los caminos se entrecruzan y la pregunta queda suspendida en el tiempo- un abrazo rub

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