Mientras en el porche cabeceo el almuerzo al sol del mediodía, siento de pronto el agobio pegajoso, impertinente, inoportuno, como el de una lapa travestida de abejorro, un abejorro acosador, un abejorro que pudieras ser tú o el otro, o ese tercer intruso siempre molesto. Su atosigamiento infinito no me deja sestear un momento.
¿Por qué no te callas?
Y me levanto disparado como una bala. Pero allá donde voy, el pesado himenóptero me sigue bullanguero con su veneno zumbador.
Me iré donde no me caguen las gallinas.
Trato de sortearlo, como trilero que esquiva a los municipales.
Tal vez el abejorro, al verme entre pollos, boñigas y orines avícolas, desista.
Pero el abejorro, ¡quía! Como la pasma persiste con su interrogatorio estridente, y me sigue hasta el mismo corral donde sin éxito trato de parapetarme.
Ahora me olfatea más cerca. Las dos alas del abejorro aplauden como serpentín eléctrico delante mismo del doble auditorio de mi cara. Sus élitros sacuden como esteras al aire mis orejas; y de su aparato fonador en formación amontonada se escapan el empalago y su estruendo. La tronaera de sus hélices motoras tan fuerte resuenan, que todo mi cuerpo es una vibración estentórea. Y su aguijón y mi tiricia conjuntados perforan hasta el hipotálamo mi cerebro. Y me subo al palo mayor, acobardado por su aleteo chicharrero. Desarmado y vencido, entre ratones y telarañas, le pido al patrono avispero, al arcángel de las aves y al sursum corda si lo hubiera, que me conceda traspasar tan atronador zumbido:
Los ruidos del mundo me matan. Mis percepciones son sanguijuelas, es mi deseo librarme de ellas.
Y me espeta cromático y tieso el gallo desplegando sus plumas a través de una entrecomillada advertencia:
Muy sencillo, hombre perseguido por abejorro inquieto. Pon en práctica el dicho napoleónico: "únete al enemigo, si es que vencerlo no puedes".
Luego ya no sé, si influenciado por las palabras del rey de mis gallinas, o tal vez agotado, o convencido por la coherencia de su acertado consejo, me dejo llevar sin resistencia. Extiendo libre al ruido el oído derecho, luego el izquierdo. Despliego lo más que puedo las dos aletas de la nariz, y dejo que también por ellas el incordio del abejorro penetren en mi interior. Lo mismo hago con todos los agujeros de mi organismo. Abro también los ojos: le doy color y configuración al ruido. Y siento como una culebra verde atraviesa mi tráquea. Aspiro para ensanchar mis conductos intestinales y así dejar expedito el camino a la serpiente. Sus silbidos llegan hasta la planta de mis pies. La serpiente alcanza y se instala en la médula de mis huesos, allí donde las células madre me revelan mi auténtico ADN.
¿Habéis oído alguna vez a una culebra orgásmica? De lo a gusto que el oficio está acurrucado en mi vientre, de chillar no cesa. Todo mi cuerpo se llena de sus jadeos silbantes. Los zumbidos del abejorro ahora se convierten en éter. Y el éter llena todas mis cavidades, las superiores y las del bajo instinto. Adquiero un tamaño enorme. La culebra se convierte en elefante. El elefante se expande dentro de mi hasta dilatar al máximo el perímetro áurico de mi forma carnal. Y debido a las propiedades antigravitarias del éter, abejorro, culebra, elefante (y mi karma que los encarna), nos elevamos juntos por encima del gallinero. Traspasamos el corral, la leñera; luego el tejado y los cipreses. Soy un mastodonte en el aire lleno de todos los ruidos fáunicos, transido y transverberado cual el corazón de Santa Teresa extasiado. Y desde arriba oigo el quiquiriquí del gallo que me grita desde abajo:
Hombre perseguido por abejorro enemigo, no te olvides del consejo. Si quieres traspasar el ruido, en ruido tendrás que convertirte. Sólo el toro se libra de ser embestido. Y así como sólo el muerto puede escapar a la muerte, si quieres ahuyentar al abejorro, no tendrás más remedio que aceptar ser un insecto de su misma calaña.
Nada más el gallo concluir su sentencia, la punta de un ciprés, cual ángel con su espada, raja de un tirón mi abultado abdomen, del cual sale inmune al ruido este abejorro que os habla.
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