martes, 31 de agosto de 2010

Piel de calabaza



Durante la infancia la niña guardó en la cueva de los rencores todos los sapos e insultos que la boca de su madrastra escupía sobre su estampa putativa. Los labios de la mujer, acarminados de celo y paidofobia, le daban asco; y la niña se negaba a besar la cara estirada de su madrastra. Su padre insistía:
¡Hija, no seas desagradecida. La Yoli ocupa ahora el lugar vacío que dejó tu madre!
Y la niña envolvía su cara con gasas empapadas en agua oxigenada y limón para no ver como el carmín pegajoso y frío pintaba de sangre todo lo que los babosos belfos de la querida de su progenitor tocaban.

El granizo de las increpaciones de la madrastra caía a diario cual chuzos de punta sobre la vulnerabilidad inmadura de las terminaciones erógenas de la niña, con el consentimiento callado de un padre inconsciente y cegato, que más pendiente estaba de la hortera lencería de su nueva amante, que de las lágrimas de su hija.

La niña le pidió a la Pachamama un caparazón con el que recubrir su cuerpo y salvar así el fondo interior de su sensibilidad más dolida. La Madre Tierra convirtió a la niña en una calabaza para preservar de traumas y sadismo sus amores futuros. La corteza del alma de la niña se endureció como escarpada cordillera ajena a humedales y otras ternuras.

Lo que no sabemos es si luego, al llegar la niña a la pubertad, un apuesto príncipe abriría con tino esta calabaza para que el sabroso jugo que en su interior almacenó durante su penosa infancia, regara de placer la ansias contenidas de la niña.

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