jueves, 1 de julio de 2010

Un raterillo cualquiera

Un muerto, más que un vivo, puede ser un telúrico engarce, o un estorbo interminable, como en este caso que os cuento en el que yo tuve mucho que ver, y el muerto, mejor dicho, la muerta, mi novia, se enredó en mi conciencia como un chicle entre los dedos pegajosos para el resto de mis días.

Mientras vivió Angelines, el Coramina y yo fuimos muy amigos; pero desde que murió mi novia, nuestra amistad no sólo se acabó, sino que la desaparición de Angelines vino a ser para mi un continuo estornudo, y para el Coraminas, el final de un pasatiempo. Nada más a los ojos de mi memoria acudían las carnes de la Angelines acuchillada por la rabia y mi venganza, aquella mi estrecha relación de más de cinco años con el Coraminas se convertía en nauseas; y vomitaba su amistad como si me hubiese tomado un café hasta los bordes de sal. Y un abismo eterno e indeleble, de la misma naturaleza que la muerte inexorable de Angelines, se abría a estampías, como las vías a las ruedas de un tren desbocado.

Le llamábamos el Coramina porque le atizaba de lo lindo al vasodilatador del coñac; pero se llamaba Andrés Maturana, y su corazón circulaba como un bólido a su paso por las llanuras de los bolsillos incautos entre apretujones y embestidas por el subterráneo de Madrid. El Coramina y yo, junto con la Angelines mi novia, y a la vez su amante, formábamos una banda, una pequeña sociedad dedicada al robo de carteras en las horas punta del metro de la capital. La Angelines con su imponente pechera y sus caderas de jaca jerezana se colocaba como cebo delante de quien sospechábamos iba bien forrado. Y mientras nuestro lila elegido, un estrógeno embobado, no tenía ojos ni neuronas que no fueran para nuestro gancho, el Coramina se encargaba de desplumar a nuestro gallito blanco. Mi trabajo consistía en recoger con disimulo de mi amigo, cambiar de mano, las carteras robadas a la salida de la estación convenida; y escapar cada cual a su aire. Luego a la noche hacíamos el recuento en la taberna del conde.

Todo nos fue de puta madre, hasta el día en que por botín incautado me entregó también para mi sorpresa mi propio monedero. Yo no sé si el Coraminas lo hizo a propósito, para darme a entender que yo estaba a su merced, que podía sustraerme la cartera lo mismo que quitarme a la novia. O tal vez se equivocara con las prisas, y me diera, en lugar de lo robado en aquel vagón de La Latina, mi propia cartera sin más. Fuese cual fuere su intención, me sentí estafado. Yo ya sabía de estos engaños. Sabía que me la pegaba a escondidas con Angelines. Pero a decir verdad a mí no me importaba ser un cabrón, si sus besos me reportaban plata. Cabrón, él -me decía-, al fin y al cabo yo vivo como un marajá gracias a sus devaneos con la Angelines.

Yo debía responderle en silencio, a nuestra manera ratera. Por eso maté a mi novia, por eso acuchillé a su amante de un navajazo certero en el corazón. Antes de que me la jugara con el robo de mi propia cartera, ya me la jugaba acostándose con Angelines. Pero esa gota nunca colmó el vaso. Lo que a mi molestó, más que el incendio a un bosque, es que un raterillo cualquiera se la diera con queso a un ladrón profesional como el que ahora esto os cuenta.

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