En las últimas bocanadas de un cigarro una mujer dolida era la principal interlocutora de aquel relato. “Vino amargo” relata ahora el mismo episodio, pero desde la triste mirada del hombre.
En la noche de un bar en las afueras, un trago de vino enjuga la sequedad de un hombre que se ha quedado solo con su tristeza.
Mientras que la mujer estuvo en la casa, el hombre se da cuenta de que los gorriones hacen sus nidos bajo el alero de la leñera. Los días se suceden, uno tras otro, parejos, sin levantar recelos. El mismo clarear del alba. Las montañas, también blancas detrás de la ladera. El gallo, puntual, con su despertar gracioso. El cañizo de la valla, crespo por el verdor de la fresca hiedra. La higuera, esplendorosa, y los cipreses, en vela. Esta monotonía de amaneceres idénticos infundía en el hombre seguridad y fortaleza. La dulce eternidad de aquel momento. El hombre al casarse creyó que su conquista ya estaba hecha. La inmovilidad era su botín. Y él, su propio orgullo.
Pero la marcha incomprendida de su mujer trastoca al hombre abandonado, y su orgullo es ahora un mocho de escoba. Es como si el capataz del universo le encargara a la tarde que sustituyera a la madrugada en sus tareas de despertar a la tierra. No sabe la tarde cansada pintar el alba. Las hojas del laurel en lugar de rezumar rocío escupen desabridas el humo de la brisa que se escapa ansiosa tras la ribera del río. Desde que la mujer lo dejó tras las últimas bocanadas de aquel cigarro en la terraza, se acabaron las bonanzas de la campiña, esa placidez ordenada del día que pausadamente quemaba sus horas bajo un sol tibio y callado. Hasta ahora el día precedía a la noche con su peculiar e idéntica cadencia. El dulce susurro de las horas, quieto como la infinitud del tiempo, y dos tórtolas apostadas en la greña de una acacia.
Pero hoy el hombre es una marioneta, vulnerable al vendaval de los látigos de su pena, y piensa que es muy difícil que un tronco solo se encienda. Su mujer no se le va de la cabeza. En su recuerdo se desvive, se hace sangre y llanto, sucumbe ante su irremediable ausencia. El hombre bebe, apura el porrón de su cáliz; pero el vino le sabe amargo como la retama.
El hombre no mira hoy el correr de las nubes tras las montañas blancas. Añora a la mujer que no volverá. Con su cabeza caída repasa con su dedo índice el borde de las pequeñas incrustaciones negras que repueblan el mármol blanco de la mesa sobre la que está sentado. El mundo está muerto, y una gran mota oscura es su alma. Quisiera quedarse parado, justo en el punto en el que la noche le dice adiós a la tarde. El hombre comprende ahora por qué aquella vez se le escaparon sin querer aquellas palabras de placer “me muero, me muero”. Henchido de amor estaba haciendo el amor con la mujer que se fue.
La noche se rompe por la mitad. A un lado queda el fragor de un coche acelerando a su conductor al sofá de un salón donde el beso de otra mujer rebozará de miel la rebanada de un cuerpo molido, y al otro, su abandono, el silencio a la espera de su mujer que no llega. Y ahora comprende el hombre que la mujer no es una vagina, que no vale una jodienda, que la mujer no es un trofeo. Con quien más disfrutaba el hombre peleándose era con su mujer. ¡Y qué vergüenza! Vil entretenimiento. El hombre ahora en su soledad bien sabe lo que vale un peine. Se lamenta no haber sabido amar a su mujer.
Fuera en la calle la noche se adentra en su territorio haciéndose cruel y espesa. El carraspeo de un viejo que pasa por la acera espanta la luz amarilla que envuelve al hombre en su desesperanza. El camarero le hace señas de que es tarde y que tienen que cerrar el bar. Y un porrón vacío de vino, lleno de ausencias removidas, llora la soledad de un hombre abandonado por la mujer que aún quiere.
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