Estábamos Paco el de la cañada, Juan el mula y su mujer la Engracia, Ramón el sastre y un servidor que recuerda cómo se sintió en esa velada que tuvo lugar en la terraza de la heladería de la calle Real aquel domingo de verano en que Dog en medio de la plaza se puso a ladrar como un energúmeno. Nunca en mi vida había visto llorar a un perro como entonces.
Las horas postreras subían la cuesta del día con su carga dorada. Y llevaba la tarde ingrata sobre sus hombros una faena de hierba joven y recién cortada, y ya seca por la perpendicular inclemente de un sol que no terminaba de irse, como el tardón del vecino que siempre que me saluda se me pega como una lapa y llego donde vaya siempre pasado de hora.
Hay quien en invierno se deprime con la luz grisácea y breve que escasea sobre la ventana del salón triste de su corazón apagado; en cambio a otros el verano generoso en claridad y largueza, les ensancha las miras, se sienten joviales, locuaces y comprensivos, y son capaces de hasta perdonar una cuchillada, la mentira de un beso, o la trastada de un hijo. A mi en cambio el calor, la verticalidad de los rayos de los soles insistentes, repetidos me deprime, y la lengua, mis músculos, incluido el sexo, se me entrapiza con la calina del desenfado y la cansera.
Y deseando estaba que acabara aquella celebración, que llegase pronto la noche que se retrasaba como si se le hubiese olvidado cerrar las persianas desagradecidas, indecentes al día. Los contertulios con luminosidad pretenciosa y descarada por turno desordenado y a trompicones alardeábamos de éxitos, presumíamos de nuestros hijos, de negocios; y sin embargo no sabíamos interpretar por su canto el sentimiento de un pájaro que subido en la morera sombreaba de amargura aquella tarde calurosa en un velador de limonadas y refrescos.
Al hijo de Ramón hacía una semana que lo habían nombrado director de no sé que cosa del gobierno. A Ramoncito no se le daba bien enhebrar ni dar pespuntes. A él le gustaba perorar, lucir trajes, más que coser retales; y no darle al dedal como a su padre. El sastre, a pesar de que siempre se había manifestado contrario a los remiendos de la política, aquella tarde espesa nos invitó a unos cuantos vecinos para celebrar el cargo de su hijo Ramoncito en la heladería del pueblo.
Además de la horchata que tomé, recuerdo también el ladrido sordo y lastimero del perro. Siempre que salía a dar una vuelta y tardaba en regresar, mi mujer le abría la puerta de la calle a Dog que enseguida daba conmigo. Luego los dos tras un paseo regresábamos a casa contentos; el perro moviendo el rabo, y yo con mi último cigarro del día.
Pero aquel atardecer siniestro Dog no meneaba el rabo, tampoco se puso a mi lado como acostumbraba amistoso con su cabeza dormida sobre mis botas festivas. Me miraba insistente a los ojos. No paraba de chillar a dos palmos de mi cara destemplada, y con sus patas como palos clavadas en la baldosa mojada por el fuego que le caía de su trompa furiosa de saliva. Y al ir a sujetarlo para calmarlo con mis caricias sobre su cuello sudoroso, se abrazó a mí apretado como quien en un duelo consuela al familiar de un difunto.
Tan sólo hacía media hora que a mi hijo pequeño lo habían tenido que llevar a urgencias aquejado de un dolor irremediable.
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