"Sinceramente, creo que la muerte es la inventora de Dios. Si fuéramos inmortales no tendríamos ningún motivo para inventar un Dios. Para qué. Nunca lo conoceríamos".(Saramago)
Mi querida amiga:
No sé si te dije que soy duro para la poesía, no es que no me guste; al contrario a veces disfruto leyendo algunos poemas, sobre todo cuando juntos leíamos El adiós de Jose Ángel Valente: es como si el sentido teologal de la trascendencia se me abriera, y me cayera del burro de la cerrazón ciencista. Guillermo Carnero dice algo parecido: la poesía ocupa hoy en el mundo el lugar vacante que antaño ocuparon las creencias. Van Gogh, el pintor de La noche estrellada también insistió en lo mismo, pero sin el teologicismo histórico del autor de Verano Inglés, a su manera: cuando necesito una religión, miro las estrellas, aunque, para el de Los Girasoles, sus estrellas fueron más bien agujeros negros.
A mi personalmente la poesía me da respeto, no sé si miedo; capuzarme en el misterio simbólico de las metáforas, lo desconocido, en el magma indefinido de la noche oscura, sumergirme en la ambiguedad de la poesía, en el doble sentido de las palabras, es para mi una osadía llena de incertidumbres que en nada me recompensan, porque prefiero morir feliz del realismo absoluto de mis cortas luces, que no vivir de un misticismo por demostrar y relativo.
Con todo, desde mi increencia poética, cargado de nostalgia por tu muerte amiga, y no teniendo a un Dios en el que verter mis lágrimas por tu ausencia, me dejé llevar por la rima, el sentimiento y la pena, y te compuse estos versos:
Oh mi Dios que yo no sé
si negarte, o si quererte.
Nuestro beso fue muy fuerte;
y me dejó un agridulce
que vivirá tras la muerte.
¡Ay que enfermedad la mía!
Cada muerto que se muere
se enamora de mi ser.
Y mi cuerpo es tu cadáver,
un poseso soy de él
resucitado en tu carne
jubilosa y carcomida.
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