Dejo la furgoneta cerca de donde vamos: un recodo allá enfrente, en primera fila, para no perder de vista el trotar de los críos. La cala está ahí mismo, como de mi casa a la del Antón. Mi compadre vive tan pegado a lo nuestro, que desde el patio oigo el amordazado carear de las gallinas en su cuadra; pero cargado como voy con la fresquera, la sombrilla, la mesa plegable y el transistor, y mis pies frenados por el pisar de la arena, el llegar hasta la línea del agua, se me hace interminable, como si la casa del gitano estuviera de la mía allá en el pueblo en las antípodas.
A su vez la Frasquita, detrás de mi, porta en su cabeza, sobre un pequeño flotador a modo de rodete, como los que usaban nuestras abuelas para cargar el tablero de los panes a la tahona, la mitad de un enorme melón de agua, tan hermoso y abierto que compite con el sol de la mañana; y con sus manos cogiendo a los cuatro churumbeles, para que no se precipiten alocadamente a las risas juguetonas de las olas. En vez de ser la madre la que a la chiquillería lleva, parece que son los niños los que al galope tiran de mi Frasquita, que cual equilibrista de circo evita que se le caiga el rubicondo de la sesera.
Y es tan clara la mañana que el azul del cielo, el murmullo de la brisa y de la arena no pueden ser otra cosa que el bostezo placentero de estos pliegues y encajes blancos que cual un cuadro de Sorolla o un bodegón de Frida Kahlo engalanan de luz este bocado dulce del Mediterráneo.
Yo ya sabía del contraste de la vida, su claroscuro, de la crueldad solapada de estos láridos, de cuando fui atacado el verano pasado. Desde la terraza del chalet que da a los contenedores de la esquina, una gaviota se arrojó sobre mi. Y su pico duro contra mi pecho, cual pistola de atracador, hizo que al instante tirara al suelo la bolsa de la basura, no sin antes estampar el ave sobre mi cara espantada sus purines al vapor. Tampoco se olvidó la desalmada, al despedirse, de respingar con un par de aletazos mis narices escurridas.
Por eso, cuando la Frasquita admirada, al ver que la gaviota con sus alas abiertas sale hospitalaria a nuestro encuentro, me habla de su majestuosidad y blancura, del deslizado planear, su despegar altivo y ternura; yo le contradigo:
¡Mentira, Frasquita! La bondad que le atribuyes a estas aves nace de nuestra inocencia castrada, más que a una virtud suya innata. Lo natural al animal es su fiereza. Las conejas devoran a sus crías, la araña se come al macho. Y esta pacífica gaviota, que sobrevaloras, es capaz de sacarte los ojos, si su instinto se lo demanda. Así que ponte a cubierto, mujer, si no quieres que nos quedemos hoy sin el crujiente postre de tu sandía ...
Un texto con enjundia literaria, con dosificación de los párrafos desde lo más familiar y veraniego, a la conclusión sorprendente, pero pasando antes por la delicada referencia a la pintura de la mejicana Frida Kahlo. Me ha gustado mucho el modo de enlazar ideas.
ResponderEliminarEn efecto, los animales se las traen. Los ejemplos podrían acumularse: la mantis religiosa,que devoran al macho, las abejas, que acaban con los zánganos, las hormigas, que esclavizan a otras de su especie y más aún a los pulgones que logran atrapar, los mamíferos, el machop dominante, los peces, como las barracudas, con el viejo macho expulsado del grupo, agresivo al máximo, las gaviotas, tal como cuentas, atacando a los que sacan la basura (y no es ninguna leyenda urbana), algunas razas de perro (por desgracia últimamente se han producido ataques mortales a niños)...No sigamos. Vamos a comprar una sandía,melón de agua para los murcianos, a meterla al frigorífico o al pozo, el que lo tenga, y a disfrutar de esa delicia de verano..., eso sí, a cubierto. La voracidad de las patiamarillas acecha.