Aquella pedrada tuya de niño me rompió una ceja. En aquel momento, caliente la herida, no me dolió apenas. Y seguí jugando contigo.
Y es ahora, tras muchos amaneceres, tantos que el sol cojea, yo camino doblado y tu andas enterrado, que aquel odio que te tuve sin saberlo, irrumpe de golpe en este momento con el agobio de un mediodía en verano a cuarenta grados de rencor.
El reloj de mis sentimientos anda retrasado; y yo, a contracorriente. Cuando repican a misa, voy al trabajo; y cuando toca llorar, me destornillo de risa. Soy más raro que un piojo verde. En ocasiones, intempestivo me solivianto antes de que me ofendan; y en otras, casi siempre, reacciono a destiempo, como si conmigo no fuera la cosa.
Viví contigo cien años y nunca dejé de amarte. Tuviste que morir para saber lo poco que te quería.
Yo tengo un amigo muerto
a quien quise sin querer;
mi amigo hoy viene al huerto
y me pregunta por qué.
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