miércoles, 9 de junio de 2010

Texto y contexto

Diez de la noche. Víspera del Día de Las Zacatolias. Fiesta sacada a contrapelo, sin venir a cuento con efeméride alguna de renombre; inventada en la década de los ochenta, un nueve de junio del 82, fecha en la que se aprobó el Estatuto de la desmembración patriotera de este pequeño País situado en las faldas de la cordillera de la Luna Menguante y al sur del mar del Anonimato.

Después de treinta años, cuatro amigos se reunen a cenar en uno de esos merenderos que entre carriles y acequias, campos de bolos y tomateras surten y afloran por los rincones de La Arboleja, noria y derrama, el partior de esta tierra. Celebran su amistad congelada de cuando eran estudiantes, su juventud-primavera; hoy puesta a hervir en el micro-ondas de las espirales entrecruzadas del tiempo.

Al rescoldo del pasado avivado con vino y casera, unas morcillas del pichorro, un orujo y unas hierbas, cuatro historias por separado en esta noche se tocan, se entrechocan cuatro manos con sus pulgares al alza, cuatro llamas de una vela, de un mismo árbol cuatro ramas de una cruz en un gólgota florecido retallan. Un sociólogo gestor inmobiliario, un cura capellán de hospital, un vendedor farmacéutico y un maestro retirado. Cuatro profesiones distintas y un denominador común los hermana: un sueño pasado, despierto soñado ahora. Tejen los cuatro una jarapa, como si fuese la misma retalera de antaño donde sus cuerpos, sus sueños, sus hilos, sus años (los cuatro rebasan hoy la sesentena) aún retozan y bordan con sus pespuntes risueños las canas de su corazón e hipotálamo. Y es que las cenizas del leño vivido no calcinan su memoria, que como el queso curado en aceite crudo, lo cates cuando lo cates, siempre te sabe a fresco.

Esta noche, víspera de un mañana festivo para todos, (¡Dios y el Fondo Monetario Internacional lo quieran!), los cuatro amigos en relato ameno y contiguo celebran batallas como si gestas y aventuras fuesen con el recuerdo más ciertas. No se sienten momias desempolvadas, sino protagonistas de sus vidas evocadas, como si las estrenaran de nuevo.

Recordar es vivir. Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida que un recuerdo puro (Dostoievski). Si en esta noche los cuatro amigos no soñaran con las hazañas vividas, sus identidades en la amnesia de la nada, en el alzheimer se perderían. Sus vidas tarugos de corcho serían en bocas de enfermos que perdieron el sentido del gusto, el apetito de los días.

Al final de la cena un quinto comensal ausente desde la distancia gafe, sorda y desfigurada se deja caer cual manada de mosquitos invisibles, y dice:

¡Carrozas mosqueteros, hace tiempo que dejasteis de escribir la novela de vuestra vida, de combatir al servicio de cardenales y reinas! El texto de vuestra historia estuvo en vuestros treinta años primeros, el resto, dos tercios más de vuestra supuesta y posible existencia, constituyen el contexto, un mero corolario de espadas hoy quebradas y enmohecidas a la sombra del ribazo del sendero del Poniente.
Estas palabras no dichas no llegan a los oídos de los cuatro compañeros. El texto para ellos, sus vidas de antes, no se podría leer, no tendría sentido sin este contexto, sus comentarios felices de ahora.

El tiempo es una curvatura como un huevo con sus extremos indefinidos en un espacio sin principio ni final. Fundidos andan en el ayer y el mañana los cuatro amigos de este encuentro, tan embebidos en sus recuerdos, que no aciertan a distinguir el pasado de sus años mozos y la jovialidad de esta cena entrañable y suculenta. Texto y contexto para ellos es su vida. Y a veces este último, el contexto, muchísimo más relevante y señero, por lo menos ahora. Mañana, ¡seguro! no será mañana; sino ayer. Lo mismo que hoy ya es el futuro.

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