Tenías pocos años, la edad en la que el sol enciende el pétalo de las rosas. Dos balas machacaron tu cráneo. El balón y la luna junto a la valla al oír el disparo se pararon en seco, dejaron de jugar. Luego alguien cubrió tu cuerpo con una manta del color de la vergüenza.
Ya no pinta el melocotón tu cara. Tampoco tu risa alegra la plaza. Hoy me he puesto el sombrero de paja que me regalaste. Llueve, pero la lluvia no besa mis hombros, ni escribo versos tras la ventana mojada. Y maldigo ahora al gorrión que se ha parado en el camino que separa mi casa de la tuya. No ríe la enredadera, ni el viento canta cuando el geranio de amor me silba. Escupo a las estrellas tu asesinato. Y me sobran carbones de rabia para fundir con mi infierno las pistolas del mundo, todas las fronteras y alambradas.
Tampoco germinaron la semillas de la calabaza que plantamos juntos en el cuarto creciente. Las lágrimas se encargaron de sofocar su brote.
¿Te acuerda del verano pasado? Lo primero que hacíamos al levantarnos era ir a la higuera. Allí mismo nos comíamos unos cuantos higos, los más risueños. La higuera también se ha secado.
Ayer, nada más salir el sol, me levanté para ver en tu cuerpo la madrugada. Pero no vi el azul de la mañana, ni el verde de los pinos.
Ya nadie juega a la pelota. Todo los terrenos están vallados. Hasta las chumberas tienen dueño. Los almendros callan, la olivera llora. El rosal de la entrada dejó de oler el mismo día que te metieron como un fardo en aquel furgón de la policía.
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