La tarde recoge en su callado remanso las últimas bocanadas de un cigarro. Después de una dura jornada de trabajo el hombre, sentado en la terraza de su casa, desata su cansancio, pitadas de sudores retenidos. El humo de sus caladas, caracoles con alas, acarician su cara, masajean su frente. El azul de las hebras que salen de su boca se confunden con las canas que adornan sus sienes. Cincuenta años bien llevados de un hombre con la buena conciencia de su deber cumplido.
La mujer prepara la cena: bate en el mortero ajo picado para untar unas patatas al horno. El hombre se recrea con el repiqueteo del almirez que le llega alegre por la ventana. La mujer piensa que la bonanza del clima atemperará el arrojo de sus palabras. Se limpia las manos en el delantal y sale a la terraza dispuesta a decirle al hombre ¡se acabó!
La mujer se ve a sí misma como un vegetal, sometida a las manías de un hombre que, sin ser viejo, tiene las mismas formas de vida que un anciano. De su casa al trabajo y del trabajo a su casa. Para el hombre esta manera de ser no es ningún problema, él es así y ya está. Pero la mujer no nació para vivir con un espantajo. Ella necesita un hombre con esperma en el alma, que la desee ardientemente, que no acuda a ella como el que se lava los dientes. El hombre no tiene la chispa para avivar el fuego que a ella le quema por dentro. Para el marido el sexo es la repetición mecánica de una necesidad, un desahogo: estruja los pechos de su mujer, se los restrega por sus genitales y en menos que canta un gallo, aquí te pillo, aquí te mato, una máquina que se dispara como el cucú de un reloj, siempre igual y de la misma forma. La sexualidad de la mujer no está sólo en su clítoris, se derrama por todo su cuerpo, y su cuerpo piensa, su carne también siente, su piel se extiende más allá de su mera biología. Un sexo no trascendente, no significativo, que no simbolice algo más sublime o placentero que su propio orgasmo, es como una piedra lanzada en el centro de un lago sin dejar el aura de concéntricas estelas sucesivas que llegan hasta la otra orilla. Para la mujer el hombre se acaba en sí mismo, en sus ojos azules, en la tersura de su piel, en su musculoso cuerpo, ágil y derecho. El contraste de su perfecta hechura física con su abúlica estructura emocional es lo que más desconcierta a la mujer. Ella no se conforma con el cuerpo del hombre, quiere más.
La calma del atardecer transpira olores que vienen del jazminero. El hombre sentado en el porche de la casa, ajeno a tribulaciones y a emociones, mira quieto a su mujer. La mujer revienta: Ya nada nos une, no eres el hombre que yo conocí, soñador y vehemente, mejor cada uno por su lado. Frases como estas y con mayor dureza fueron dichas en el fragor de las peleas cotidianas. La mujer, removida por estos mismos sentimientos, más de una vez se propone romper definitivamente con el hombre, pero luego la instintiva molicie, el placentero arrumaco, la cálida somnolencia de descansar abrazada a alguien, su cobardía, desmoronan por completo las nubes de su decisión. Ahora no es lo mismo, está realmente convencida, su determinación no tiene vuelta de hoja. Hoy sus palabras son venablos de acero al rojo vivo, hechos incuestionables que atraviesan cruentos el corazón del hombre. El jazmín deja de sonreír y los colores encendidos de los geranios de la maceta donde el hombre deshecho hunde su colilla, se apagan. El hombre parece un eccehomo.
Veintitrés años casados para nada. La mujer recuerda ahora aquel bar donde se prometieron. Allí queda una mesa libre al abrigo de una mutua intimidad desvelada. Dos cervezas con almendras en una cafetería de embrujos para dos corazones que buscan compartir sus soledades. “No sé por qué te amo, no son tus ojos negros, tu cadera cimbreante, tus manos de seda,...no tengo ninguna razón para amarte fuera de este amor que me consume por encima de toda belleza”. La mujer pronto se deslumbra con este desparpajo amoroso con cara de poeta arriscado. Y desea tanto a este hombre que lo toma como piedra preciosa donde esculpir la obra de su imaginación.
Pero en esta tarde de presentes y recuerdos rotos, el maestro del tiempo le enseña a la mujer que aquel amor que un día el hombre le prometió en aquella cafetería de encantos, es una quimera, una idealización, deseo nunca colmado. Ella sabe que el hombre no tiene la culpa. Es la inercia de los años del hombre y el ardor de la mujer que nunca se extinguen. Las hojas de los naranjos que sobresalen por encima de la verja de la casa empiezan a moverse. La dulce calma de la tarde da paso al crepúsculo. El golpeo de un viento súbito tiñe de negro el azul del cielo. Los pájaros dejan de cantar y la noche empieza a murmurar oraciones de tinieblas: su última noche junto al hombre que dejó de ser un sueño.
Mañana esta farsa habrá concluido. La mujer pasará unos días en casa de una amiga, y el hombre, sentado en la terraza con sus ojos puestos en el vacío, apurará la colilla de su último cigarro.
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