viernes, 18 de junio de 2010

Okupa calcinado

Ese día tenía que desplazarme a la ciudad para la firma de una importante transacción económica. La sucursal quedaba justo en frente de la catedral. Y allí, apalancado en una columnata del pórtico, estaba el pordiosero aquel dando la murga con su jodido saxo. Nadie sabía de donde era, cómo se llamaba, ni siquiera su edad era conocida. Le bastaba con ser pobre. Lo demás no venía al caso. A sus pies, un estuche de terciopelo azul mortaja a la espera de cualquier óbolo sentimental e incauto. Los que tenían curiosidad, tiempo y compasión, muy pocos, se detenían, pensaban que no era tan mayor, pese a su arrugada piel, que sus ojos eran verdes e inquietos como los de un niño, y que no debería ser tan descuidado como sus pelos encharcados de mugre revelaban, dada su precisión artística. Llegaron hasta decir que sus canciones sonaban bien, sobre todo cuando tocaba “Claro de Luna”. Yo no me detuve, ni lo miré siquiera. Bastante tenía con llegar puntual al banco. No solía detenerme a escuchar música en medio del bullicio callejero. Por aquel entonces, para ser sincero, todos aquellos que merodeaban parasitariamente la calle, ya fuesen moros, negros, gitanos, malabaristas, tamborileros me la traían floja.

De ser yo uno de esos enfermizos poetas que se quedan embobados contemplando las musarañas, tal vez me hubiese parado y hasta la bucólica estampa de un mendigo interpretando a Beethoven, bajo al impresionante rosetón gótico de una catedral, me hubiese enternecido por su romanticismo y ternura; pero como digo, cuando veía a uno de estos mamarrachos pidiendo en la vía pública, tenía por costumbre mirar para otro lado.

Este hecho hubiese quedado en el olvido de no ser porque al día siguiente un agente de la policía científica vino a requerir mi presencia para el reconocimiento del cadáver de mi hijo. Hacía un año que éste había dejado la casa familiar. No sabíamos nada de él. Quería hacer su vida. Lo habían encontrado muerto tras el incendio que se originó en el inmueble conocido como casa de los “okupas”, un antiguo matadero municipal destartalado. Su cuerpo presentaba algunas quemaduras, aunque según me dijo el jefe de los bomberos fue la inhalación tóxica de cartones, plásticos y placas de goma espuma calcinada, lo que le originó la muerte. Y añadió como para tranquilizarme:
Su hijo, ¿no era ese joven que solía tocar tan bien el saxo junto a los soportales de la catedral?
A partir de entonces, cada vez que en la calle me encuentro con uno de estos músicos ambulantes, por muchas prisas que lleve, me paro a escuchar tranquilo y agradecido las melodías del hijo que tan desgraciadamente perdí.

1 comentario:

  1. Sin palabras......
    Es impresionante este cuento y la fuerza que tiene, es buenísimo y debería ser leído por mucha gente, sin duda.
    Una gran lección para el que mira hacia otro lado, como no queriendo saber nada de los demás, un bofetón sin mano que se suele decir.
    Muy fuerte descubrir que esa persona que te era tan indiferente y hasta "molestaba" , la misma que tocaba el saxo cada tarde, era tu propio hijo.

    Juan, te felicito por este gran trabajo.
    Un beso grande.

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