lunes, 21 de junio de 2010

Café cargado

De un tiempo a esta parte don Eduardo Vivo viene escribiendo historias que no sabe terminar. Como la vida misma, conoce su transcurso y comienzo, pero nunca, su remate. Y aunque le diera tiempo a enterarse cómo sería su último aliento, para entonces, con la boca trabada y la traquea obstruida, si no es a su vecino muerto, su anterior interfecto en la cadena de homicidios, ¿a quién podría confiarle el señor Vivo su suspirar postrero?

Y llevaba razón a aquel que dijo que el hombre es un proyecto a medias; en eso consiste nuestra esencia. Como la leche cortada del puchero en la lumbre que nunca su telo hierve, así tampoco el pan de nuestros días, por no tener su levadura efecto, más que pan, una torta parece, que nunca llega a subir ni hacerse del todo.

Y le pregunta como si fuese el mismísimo Mecenas el asesino a don Vivo:
Amigo, ¿cómo quieres morir?
Y con la confianza a la fuerza entablada entre ambos don Vivo le contesta:
¿No serás tú el guapo que me concedas la muerte que yo quiero que es el no morir?
Por supuesto. A nadie le concedo elegir su final, a no ser que sea un suicida. Entonces él me ahorra el trabajo. Pero yo soy el alcaide de tu cárcel, y antes de mandarte a la silla eléctrica, te invito a tomar una copa en el bar que tu prefieras.
No hay mayor hipocresía que antes de que nuestro asesino aseste su daga muy cerca del corazón de nuestros miedos nos invite a un café, y que su recio aroma deje a traición un beso de despedida en nuestro rostro sorprendido.

Y como dije al principio, vengo a decir ahora que a don Eduardo Vivo no se le daba muy bien concluir sus historias, pues tampoco ésta, la de aquel criminal en serie, que antes de acabar con sus víctimas, las invitaba a un café cargado.

1 comentario:

  1. Ahora entiendo por qué nunca me ha gustado el café. :-)
    Muy buen cuento, inteligente, sobrado, sutil, ameno, divertido y hasta gracioso.

    Te felicito.
    Un abrazo.

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