El antropométrico que con más precisión marca nuestra vejez, mucho mejor que la curva del espinazo, que la prueba del carbono 14, es sin duda alguna el tiempo escaso que los demás gastan en escucharnos. Si el auditorio decrece, y ya no hay nadie que aguante nuestras peroratas, en esa misma medida envejecemos, como envejecen las piedras que son viejas desde que nacieron porque a ellas nadie les dirigió la palabra.
Antonio el Vetusto, al igual que uno de los personajes de la última novela El diario inconcluso de Belén de José María López Conesa, necesita contar sus peripecias, porque el día en que el Vetusto abra los ojos, y a su alrededor no haya ningún joven que escuche sus batallas, ese día el viejo marino se sentirá "trop vieil", "un puto viejo que busca la tumba para descansar". Hasta el geranio rejuvenece si hay alguien a su lado que le diga que bien te sienta esta mañana el verde.
Más duro que sentirse viejo, es despertarse, salir como un elefante hastiado bien temprano, alejarse de la manada, y coger el camino que acaba allá donde trece cipreses con sus palas levantadas esperan para enterrarnos bajo las sombras fatales. Si para Ovidio soledad y tristeza iban de la mano, para el Vetusto la soledad es la muerte. Sus hijos ya no le hacen caso. Además de viejo, el pobre se ha quedado sordo de remate. Y los nietos, los vecinos y hasta el gato, para no incomodar, ni chillarle, pasan de largo. Un trasto inútil. Él mismo lo reconoce ¿qué hago yo aquí en medio de tanta flor, como un cardo, un pasmarote que ahuyenta hasta la dama de la armadura negra? ¡Dejadme morir como un hombre!
Por eso esta mañana el Vetusto salió muy temprano de la casa. Son las ocho de la tarde y aún no se ha retirado. La vieja, su mujer, lo echa en falta, pero no de menos; su Antonio desde que no dice ni mu; ni suma, ni le acompaña. Y eso mismo dice el Vetusto de ella: a capa vieja, ni hebra ni oreja.
La vieja quisiera pensar que el Vetusto con su tardanza lo que quiere es conmoverla. Pero ¡bastante tiene ella con sus desdichas para darse cuenta de las ajenas! Nunca fue costumbre de ambos instrumentalizar el amor, jugar al te-quiero-no-te-quiero para llamar la atención o conseguir un requiebro o un favor.
El hombre se ha ido simplemente porque cada vez que se mira en la vieja y ve la soledad en sus ojos mudos, el cuerpo encallado de su mujer, su boca sin dientes y sin palabras, sus manos rugosas y tristes, doblemente solo se siente. Puede que antes pudiera vivir con su soledad a cuesta; pero con la de la mujer y la suya, con las dos soledades juntas, ya no aguanta.
(1) ¡Ay de aquel que está solo! (Eclesiastés. 4:10)
Encantado de que utilices de mis libros cuanto gustes. Me honra tu pluma.
ResponderEliminarUn abrazo
José María