jueves, 27 de mayo de 2010

Amalgama

Esclavo de su incuestionable rigidez. Cincelado bajo el marro y la martilla. Mole inquebrantable de un granito sin resquebraduras ni vetas. Sin medias tintas. Sangre de pedernal. Músculos de bronce. Cabeza cuadrada. Asexuado. Y de corazón sin diástole. Así quedó el muchacho tras el régimen de un noviciado montaraz y sin clemencia. Allí aprendió la unicidad incongruente de la verdad irreversible y permanente.

En el desayuno disuelto en el café le daban de beber a Parménides. Y para merendar, una manzana asada con trocitos indelebles de sustancias eternas. Firme el ademán y el gesto alto, y purista de su credo revelado e inmutable. Y una ducha fría antes de acostarse, cuando la carne hierve en la calenturienta noche tras el velo engatusado de la pureza y la hermosura, el cántico de Tihamer Tóth. Nunca le dieron a elegir. Nada de bufet libre, ni a la carta. Todo dispuesto, en bandeja. Obedientia tutior, que traducido, según él, quería decir: de aquí no me mueve ni Dios, ¡coherencia!

Hasta que un día el joven se enamoró de la indecencia pura, de los contrarios: una mujer; en contra de sus principios fundamentales y castos. Sus preceptores bien se lo advirtieron:
Si las antípodas se dieran la mano dejarían de ser opuestos. El mundo sería un caos aplastado por los extremos, una naranja chafada sin jugo ni gajo alguno. ¡Cave canem!
Antes de conocer a la chica, él siempre estuvo seguro, seguro, pero amargado de su santa honestidad. La inmutabilidad divina tal vez un día le concedería la sonrisa de la inocente malicia; aunque a él por aquel entonces no le importara. Por encima del placer estaba el deber, la conciencia, su conciencia a contrapelo, fraguada a golpes de intransigencia.Y sublimaba su contención en aras de lo sagrado. Si el muchacho era ordenado en su fin; el orden para la muchacha era instrumento, y la verdad en lugar de ser id quod est, era sólo un mero trámite. Si ella, crítica y rebelde con el orden establecido; él, sumiso con el canon, la tradición y la norma. Si él, blanco; ella, colorado. Si marrajo era ella, el joven, californiano.

Sufrió el muchacho lo suyo cuando fue a dar el primer beso a la chica, por no saber en que parte de su cuerpo debía dejar la impronta de su ardoroso deseo. Y se lo dio en el tobillo. Y el mundo en lugar de venirse abajo con sus polos achatados, resplandeció voluminoso allá en la altura como la luna, llena de blanca euforia.

Y la muchacha al ver al joven desatado roncar como un gamo en celo, le dijo:
Si me quieres que así sea. Pero debes elegir y no dejarte llevar por la pasión del momento.
Se casó con ella, el norte y el sur unidos. Los dos extremos abrazados. La fuerza de la naturaleza, el poder del sentimiento fue más terco que la razón pura de Kant.

Y gracias a esta amalgama, vivieron mucho tiempo juntos como la arena y el agua a la orilla de la playa.

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