Llevamos ya varias tardes con la misma tristeza reconfortante, inconstante y sincera. Las mismas nubes descarriadas con sus espirales que surgen y se levantan marrones, blancas y grises, de improviso, unas sobre otras, trepadoras. Y unas gotas como panes de piedra se oyen en el tejado como cucarachas aplastadas. Las persianas de la casa repican su miedo al viento inesperado que surge a ráfagas entre la discordia y la calma.
De pronto una de estas ventoleras vuelca la maceta de áloe que preside la entrada. La lluvia entre compases de espera estalla intermitente, inestable y fuerte sobre las lenguas verdes de la planta que ahora muerde puntillosa la tierra. Antes se elevaba agradecida hacia un cielo que ahora no sabe llover como Dios manda; pero sí tirar contra el suelo las ínfulas provocadoras del engreísmo vegetal y humano que se rebela contra la inconstancia climática y social, superficial y vertiginosa de una lluvia fugaz, furiosa e indivina, que más que regar la tierra, la vapulea y la agrieta traicionera.
Y el sol aparece y desaparece. Tampoco sabe comportarse. Está nervioso. Lo mismo luce con fuerza, que se oscurece de pronto. Entre tanto cambio puñetero yo no sé a qué atenerme, si reír o llorar, o quedarme indiferente ante el fatalismo indeciso y voluble de un tiempo desapacible.
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