Aquel muchacho requebraba a la hija de la vecina con declaraciones gentiles que nunca consentimiento ni a buen puerto llegaban.
La muchacha, tal vez porque pensara que el joven la cortejaba más por inercia viril que por su buen corazón o donosura, crédito nunca daba a este galanteo, aunque sí un gustirrín le corría por todo el cuerpo, sobre todo del ombligo para abajo, cada vez que con él tropezaba.
Siempre se encontraban en el portón de la casa; al parecer sólo por casualidad, pero cada uno para su caletre sabía, que su encuentro nada imprevisto era, sino premeditado y a posta; y muy esperado tras la mirilla de las puertas de las dos viviendas colindantes, que frente a frente se espiaban como el sol y la luna con un celo engatusado.
Hasta que un buen día el muchacho y la muchacha coincidieron como siempre al unísono en el descanso de la entrada de sus trémulos deseos, de sus pisos respectivos, y dos impulsos de electricidad cargados, fuera ya de su timidez tempranera, se escaparon, explotaron, desataron sus rubores de manzanas contenidas, inocente juego de seriedad compartido y tallado. Y a sus cuerpos boca con boca unidos como a dos tortolillos se les fue el santo al cielo, y una noria de estrellas fugaces se deslizaban joviales por el barandal de la escalera.
Ella tuvo que empinar sus pies con calcetines cortos para llegar a los labios encendidos de aquel zagalote que vio a Venus antes de que su amor viera el día. Y a él, potro descarrilado, se le fueron las bridas, y fue tan ceñido aquel beso que a ella las hebillas de las sandalias se le soltaron y al joven alucinado se le apareció la virgen bendita.
Así fue como llegó aquel primer beso titubeante, primerizo, no buscado, pero querido, apretado, absorbido, chupalandero y etílico. Y el beso como una riada enlagunó con su jugo el corazón desbordado de dos criaturillas recién salidas del brote de un jardín recién sembrado. Y fue tan profunda la huella que dejó en su recuerdo que hoy, después de treinta años, aquella boca, dos en una, la de aquellos zagales sin estrenar, aún segrega almíbar por sus labios temblorosos, la ambrosía de sus adolescentes años. Que siempre fiel fue el primer beso.
Y ha pasado un entretiempo, un paréntesis no cerrado, en el que el azar juega ahora a los dados con sendos matrimonios de antemano ya pactados. Otros besos repetidos por separado, unos hijos, otros rincones, otra casa, cuatro cuerpos, dos anillos, una cama y un jamón en la despensa, otra escalera horadada. Pero en cada beso de ahora en otras bocas aparcado siempre aparece la sombra de aquel beso primero, ahora mudo y sepultado, pero que nunca de besar cesa.
El destino, ese huésped inesperado, junta de nuevo a los dos antiguos vecinos en la cola de la ventanilla de sanciones del ayuntamiento del pueblo. Ambos van a pagar una multa por conducción temeraria.
Y las bocas de aquel primer beso resguardado bajo el rincón de aquella escalera aún saben a menta, huelen a rosas frescas, todavía lucen las estrellas hoy en el zaguán de sus casas.
Y los dos de mutuo acuerdo sin besarse se despiden y se dicen:
Para que aquel nuestro primer beso permanezca vivo y fresco, que no lo mate otro beso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario