El era la camisa que llevaba, el perfume del masaje de afeitar, sus calcetines subidos un palmo y medio, su corbata de neones. Era su voz cuidada cuando desde la cercanía de su proximidad distante, mecánica y fría, ella le oía decir ausente hola, cariño, buenos días. Y él engolaba aún más el saludo con un beso ritual, más pegado a la oreja que al corazón de su esposa; y preocupado que tras el beso no se le arrugase la camisa, cual maniquí de escaparate se iba con un adiós remilgado y cortés. El era todo su atuendo, su cartera, su bigote recortado, un elegante faisán. Y más pendiente estaba de su móvil, de las llamadas de fuera, que de su mujer que le decía tenemos que hablar, Germán.
Hubo un tiempo en que Germán, además de su camisa bien planchada y de su reloj de pulsera, fue, sobre todo para ella un hombre guapo, elegante, de andares soñadores y bucólicos y ¿por qué no decirlo? apetecible con su culo prieto y bien formado; pero de todo se cansa una, si ese uno, más que mirar al mar, siempre anda preocupado de su ombligo, de su llavero y de la gomina del pelo.
El desenlace se veía. Se separaron por la cosa más ridícula. Germán una mañana no encontraba su camisa. Y él sin su camisa, sin sus llaves, sus zapatillas de andar por casa, o sin su sillón preferido, no era nadie.
Y ella se quedó con su camisa, sin su coche pulcramente cada dos por tres por su ex marido aseado; y Germán, sin ser él mismo.
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