Hay libros sugerentes, trascendentes, simbólicos y hasta ultrasónicos; pero El Guardián entre el centeno no va más allá de lo que dice. Es realista, hablado en directo, vomitado por un joven indigesto y resentido que pudiera ser yo mismo. Y esa mordacidad objetiva de que todo es una mierda, para mi asombro, me engancha, y aún me mete más en la cloaca de la honesta hipocresía que arrasa, oferta y ganga en la lista de la compra. Me pasó lo mismo cuando leí Viaje al fin de la noche de Celine, a Mishima y a otros escritores malditos de ideología dudosa con los cuales no me llevo bien, pero que me molan más que el desierto a un camello.
El libro avanza de tropiezo en tropiezo, hasta que por fin Holden encuentra a Antolini, un profesor bondadoso y campechano en quien confía; pero tampoco resulta. ¿Por qué los hombres buenos a simple vista, luego resultan ser los más perversos? Y de nuevo la solución es el problema. Y tras la quema plañidera de este último desengaño por parte de Holden, llega el lector al desenlace, que intuye, por la inercia de la novela, fatal.
No quiero asustarte, pero te imagino con toda facilidad muriendo noblemente de un modo o de otro por una causa totalmente inane.Salinger juega siempre a la provocación y al despiste: el libro acaba inesperadamente en rosa gracias a la pequeña Phoebe, su hermana. La infancia siempre redentora.
De pronto me sentía feliz viendo a Phoebe girar y girar...¡Cuánto me habría gustado que la hubieran visto así!Y es que Salinger asustado de que tal vez su texto, deprimente y obtuso, anime a los jóvenes al suicidio, tuerce el ritmo de los acontecimientos y culmina con una guinda de fresa su tarta dulce de cianuro literario.
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