jueves, 8 de abril de 2010

Y ¡nada!


Una semana fuera. Desconectado. Completamente ajeno a lo que ordinariamente uncido estaba. Nada de periódicos, noticias. Incluso me perdí el último partido del Barça. Hasta me olvidé de la huerta, del brillo de las hojas del naranjo, del azul de los lirios, de la flor del melocotón, del nido de los gorriones junto a la chimenea.

Pasado el tiempo en el que la ausencia robó mis rutinas, regreso de nuevo con la ansiedad de encontrarme con algo distinto, cambiado. ¡Nada!

Creí que los jopos de las cañas de la ribera de la acequia me recibirían con aplausos, los lazos de los cebollinos con su nuevo verde esmaltado, los gatos con la carantoña de su maullar en falta. Y...¡nada!

Pensé tal vez que el país hubiera dado un vuelco a su conciencia. Que los mendigos ya no pulularían las costras de su pobreza por los soportales de la calle Mayor. Que al volver mis hijos habrían encontrado por fin trabajo, que las tórtolas ya no volarían en quebrado para sortear el pistoletazo del cazador vecino. Y...¡nada!

Que mi amigo, aquel que se murió en las bocanadas de la primavera, estaría esperándome pintando el rojo vivo del granado. ¡Nada!

¿Y qué me encuentro? El gallinero lleno de mierda. La cabeza descuartizada de un mirlo en la puerta del porche, los geranios muertos de sed, la alfalfa picoteada por los pájaros, el vivero de la albahaca engullido por la babosa.

En estos días de obligado exilio nada de lo que esperaba ha ocurrido. Y he conocido lo que será mi vida después de la muerte. ¡Nada!

Miento. Con algo renovado al regresar sí me encuentro: Dios es futbolista y ahora se llama Messi.

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