martes, 6 de abril de 2010

Póquer de Ases


Después de leer Póquer de Ases he llegado al convencimiento de que jamás conseguiré ser escritor. Soy arrejuntador de letras, palomas de alas mojadas. Ni siquiera periodista, cronista tan sólo de necrologías mustias. No me vieron nacer las tierras convulsas de la tragedia, el orfanato o la guerra fría. Soy abstemio, adrenalizado a ratos, y no remojo mis ideas-madalenas en alcohol a cada hora. Tampoco llevo tirantes ni corbata como Bioy, ni sombrero como Joyce, ni como Proust bigote de brigadier. No depilo mis falanges para que los que lean mis escritos aprecien la limpieza de mis dedos, finura de camuflados sentimientos. En mis uñas siempre quedan rastros del terruño y de la azada. Jamás seduje a nadie. Soy de un femenino inapetecible, invisible a las mujeres. Una que tuve, la tengo, y ¡quiera Dios!, por muchos años. Porque si mil tuviera como los Ases del mencionado libro, de ninguna sería. Ellas hablan de sus cosas delante de mi como si nada. "Puedes quedarte, niño. No va contigo". Y como tampoco soy hijo de presbiteriano radical (mi progenitor fue un simple y honrado barbero de pueblo), no preciso de catarsis escriturarias que saquen a latigazos de mi subsconsciente amargo demonios freudianos sembrados con calzador en mi adeene por un padre ausente, incoherente y abusón a base de pescozones limpios.

Después de leer a Manuel Vicent me convenzo que escribir no va conmigo. No soy un entusiasta frustrado, ni suicida equivocado, ni malhumorado altruista que se empeña a toda costa que le den las gracias por favores que nunca prestó. Para ser carta de este Póquer de celebridades hay que ser extravagante. Ser normal y ser escritor es un quehacer imposible, como el agua y el aceite: nunca pudieron darse la mano; como querer ser poeta sin haber tenido un sueño. Aunque yo me sé de un soñador que soñó que antes de sus sesenta pagaría su hipoteca; y no llegó ni a ser dueño de un pareado, ni de una dulce sinalefa en cuya cama pueda dormir abrazado, adulterino, entre las señoritas doña Virgilia y Durmienda. Siempre desavenidos la realidad y el deseo.

Una cosa sí tengo en común con los escritores: trascender cual enredadera olorosa por encima de una verja llena de pinchos, cristales rotos sin mensajes; pero como por mi estatura no llego al cuello de la botella escorada, hago de mi bajuras, grandeza. Que no conozco yo en este mundo gente más importante que uno mismo, aunque para limpiar el rodapié de su cuarto este menda lerenda haya de andar subido a una escalera.

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