martes, 20 de abril de 2010

El violinista entre la paja

En esto que bajaba yo por las escaleras (aquel día me sentía pletórico y eludí el ascensor) cuando vi a mi vecina atareada en la entrada de su piso. Se le había encasquillado la llave en la cerradura. Tenía el pasador descorrido y bloqueado, y no atinaba a sacar el llavín de su sitio. Las prisas, además de ser malas para el tráfico, (mi vecina es conductora de autobús) no son maestras de ningún oficio. Y el de cerrajero requiere precisión y paciencia. La claridad del día y mi buen ánimo, como digo, sacaron a relucir esa oculta disponibilidad vecinal de la que raras veces hago gala. Luego de darle los buenos días le ofrecí mi ayuda:
¡Déjame hacer a mi, a ver si hay suerte!
Con tacto y tiento cogí la llave hasta que conseguí desbloquear el cerrojo. Luego saqué la llave y como el torero que brinda a su amada la pantoja la oreja del bicho muerto, se la entregué acompañada de un guiño al tiempo que autofaroleando le decía, (repito, aquella mañana yo estaba inspiradísimo):
¡A las puertas para que se abran hay que tratarlas como a las mujeres, con delicadeza y cariño!
Y esta mañana cuando leo a Salinger que tilda de cursilada como un pino aquella frase que leyó un día la mujer es como un violín y que hay que ser un buen músico para arrancarle las mejores notas, me avergüenzo, me arrepiento de ser tan poco original y tan mal galán con mi vecina. Y ya no siento lo que dije, sino que desde entonces las puertas de su casa permanecen cerradas para mi a cal y canto; aunque bien pensado, paso de mi vecina como el sol por el cristal sin romperlo ni mancharlo.

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