Y cuando le dije usted ya no es mi dueña sino una vela de sebo a cuatro patas tras una sábana roida de violeta me miró como una gata a una raspa de boquerón antes de engullirla.
Era una burguesita que presumía de Fafka, de sus faroles de papel raro, de sus cortinas de dragones bordadas; pero el rosa era su preferido. Y para aclararle lo que pensaba de ella, y para encenderla aún más, rugí como gruñe la tormenta con su aguacero irrevocable, no porque fuera cierta mi acusación, que lo era, sino por el modo con que salió de mi implacable y destemplada boca:
¡Dígame lo que odia y le diré de quien anda enamorada, mentirosa!Para ella todas las nubes eran azules, transparentes, con forma de corazón y ensaimadas de nata, y le sonreían hasta los nubarrones a cualquier hora como sonríe monalisa o un maniquí de escaparate lo mires de donde lo mires, imperturbable y distante. Según ella todas las casas tenían calefacción y una pastilla de chocolate en la nevera. Ella no sabía que al sol se le había olvidado salir esa mañana.
¡Qué iba saber ella de astronomía ni de lunas de sangre si era una pija reprimida! Y aunque en la repisa dorada de la chimenea del salón tenía una escultura del mismísimo Barceló, a ella en el fondo le hubiera gustado poner a la Barbie vestida de Caperucita.
No se me hubiese ocurrido contestarle de aquella mala manera a mi señora de no haberla pillado con el pescado de mi marido, los dos liados en la leñera.
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