Vivo apuntalado entre el escepticismo y la fe, la ruina de lo que me queda: sólo la pared de la cocina, elemental instinto y unas hambres locas de amar. Cinco millones de años no me bastaron para aprender a mirar mi casa a vista de pájaro, con la proporcionalidad justa, el relativismo que confiere el azar o el determinismo, la esperanza inconclusa, el tedio de los días, mi experiencia sin estrenar y milenaria.
Cuatro de la mañana. Suena el teléfono. Siete tonos, siete aldabonazos.
¿Quién a estas horas?Me doy la vuelta. La cama es mi única cómplice y esposa. No hago caso, por supuesto, ni siquiera me levanto.
Vivo solo y separado, escaso de compañía. Por la mañana llamo a mi hija, el único gancho que me ata al mundo:
Nena, ¿todo bien? Un beso.Mi hija está estupendamente. Descartado: no fue ella.
A la madrugada siguiente. A la misma hora. La misma llamada. Siete tonos. Siete trompetas como siete cuchillos perforan el tímpano de mi apocalipsis en plena crisis. Escondo mi cabeza bajo la alfombra desgallitada de la almohada. Desde que me dejó la mujer nunca nadie me llamó de manera tan deseada e intempestiva. Ella tampoco lo haría. No es su estilo. Sigo sin responder y sin querer saber quien me busca.
Tercer día. La tercera llamada no me sobrecoge dormido. Minutos antes de las cuatro de la madrugada espero entusiasmado el ring-ríng del runrún, de pie, callado y despierto como el mar el río, a la hora justa en la que el tiempo se detiene, compás de espera, infinitesimal instante entre la noche y el alba donde ni el aire respira, y hasta la rotación del planeta se para. El silencio se calla, y el himen roto de mi eternidad se atasca. El secreto me atrae, su curiosidad me seduce y atrapa.
Una semana con el mismo sonar anónimo. La llamada ya es un rito y deja de ser sobresalto para convertirse en liturgia, celebración y esperanza. Y desde mi credulidad más agnóstica creo en los ovnis, en el pararrayos de la iglesia, en el poste de la luz, en el hollín de las ollas de barro. Y hasta el fantasma de un timbre que suena a deshora me sabe a dulce jeroglífico acústico. No descuelgo el teléfono. Me niego a deshojar la flor de la incógnita por miedo a que el resultado sea impar, o se descosa el ensueño. Más grato es el suspense de la llamada desconocida que el desenlace deshilvanado de sus espinas incierto.
Dos, tres, cinco semanas, setenta y seis llamadas. Setenta veces siete tonos como las siete notas de la escala cromática, sinfónica, universal y diatónica de un cosmos vacío, insonoro, asincopado y solitario. Y lo que al principio fue desasosiego y despertar intrépido, ahora es melodía, inequívoco misterio de un comezón enamorado y carismático que vivo expectante hasta la próxima llamada.
Última semana. No aguanto más. Y busco sin encontrar en las páginas amarillas número con correspondencia humana que esconda su alma detrás de siete cifras de mujer encriptada.
¡Basta! Levanto el auricular:
"¿Quién llama?"Al otro lado del hilo todo es matemática, incluso el amor, combinación aleatoria, binaria, interminable, división decimal periódica. Y el misterio de la llamada desconocida, lo que queda de la pared de la cocina, se derrumba nada más escucho la voz reconocida, mi propia voz que configuré un día para que, si llegara el caso en que la derrota me ahogara, el dispositivo de mi propio eco informatizado me rescatara del naufragio de la soledad encallada.
que bueno!!! me ha gustado mucho, si señor!
ResponderEliminarExtraordinario texto, todo un señor escritor, con sus matices en el empleo de la lengua y su manejo laborioso para expresar en suspenso lo que yo diria de una manera tosca y seca.
ResponderEliminarUn 100 para la soledad que hace posible esta obra de arte.
pablojmt2@hotmail.com