El aire tras las persianas del día deja de criticar a la tarde que coqueta con su manto grana, y malva se encamina al balcón del anochecer, su querido del alma. Los pájaros deslumbrados de tanto atavío enamorado no cesan de cantar enmudecidos. Las nubes tímidas se cubren la cara. Poco a poco la diafanidad sin pestañear apenas, sin perder la compostura de sus reflejos se agrisa, se desgrana en ocres a fuego lento. La llama encendida del amarillo se transforma en violeta sin suspiros ni violencia cual agua milenaria que pausada traspasa la roca, desborda el vaso del cenit rojo, y colma la sed del tiempo ávida en un segundo. Y la quietud del velo crepuscular sin mancilla ni resentimiento, sin rasguño ni quejido crece, se transmuta y se derrama en dulce ocaso.
La tarde firma su óleo, termina entregándose confiada, sin aspavientos, con dignidad callada en los brazos, en la ingles, en la gruta santa de la noche abierta. El niño duerme tranquilo en la cama de lana de la luna mansa, sin miedo ni sufrimiento, se abandona a campo abierto sin conocimiento, suspendido.
Las columnas del templo se vienen abajo. La ley de Dios pisoteada por Satanseismo. El terremoto de golpe le corta el aliento al pájaro, y al niño el sueño que soñaba luz convertida en sombra. Y el pequeño se extraña de que transformación tan radical y profunda culmine apacible, sin revolución ni fisuras.
Curiosa tu manera de contarnos esta historia.
ResponderEliminarViéndola a través de un caleidoscopio de colores y sensaciones.
Nos adentras en la penumbra, nos llevas por una gama de matices y finalmente la claridad del salvado.
Un saludo.