El sentimiento tiene el poder o la debilidad de extenderse. Se contagia como la risa. Pero su risa era una mueca, la mueca de la muerte congelada en sus ojos de sangre.
No hay corazón atrincherado, barricadas de algodón e indiferencia que resistan el temblor de unos labios frente al abismo gravitatorio del mar. Inercia e inerte no deben ser hermanos, porque cuando lo vi desnudo en la playa me sentí atraído por el vapor de su sal. Me quedé en cueros. Tiré lejos las ropas de la vergüenza. Perlas de miel, las gotas de agua que colgaban del lóbulo del acantilado que delimitaba la bahía de su cuerpo destrozado frente a la espuma hirviente de mi deseo, manzana mordida por una boca de olas irrefrenable y hambrienta. Y en su beso yo bebí su amargura. Y me sentí triste como el gruñido del agua. Quise consolar su llanto. Y yo hablaba y hablaba. Ante la tragedia ajena nunca sé lo que decir.
"¿Cuándo dejarás de hablar? ¡No ves que las palabras son petroleo para mi herida!"Me callé. Cesaron los besos. Deslicé mis dedos por las raíces blancas de sus cabellos tristes y su pena me atrapó en remolino como una serpiente a su presa. Y fue entonces cuando dentro del mar de su acongojada garganta vi su rabia ensangrentada por no haber podido salvar a su hijo del temporal de las aguas.
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