Como aquel niño que en la playa quería verter toda el agua del mar en un pocito de arena, así esta mañana me pongo a escribir y quiero meter en mis palabras todo lo que mis ojos alcanzan. Abro la ventana quemada de mis pulmones sedientos, y allá bajo en el valle veo una nube gigante, blanca, solemne, que con su manto de plata cubre lo que no veo, y me imagino como una vega sembrada de estrellas verdes con sus azules arterias, azarbes de labores y huertos. Me detengo para ver si poco a poco se diluye la vasta aura que corona el vedado panorama que se me resiste tardo y tenaz desde esta bonita azotea, el cortijo de la alberca, una casa rural a las afueras de un viejo pueblo antes de llegar a Almería.
Parece que el sol hoy se levantó perezoso y sin fuerza; porque por mucho que espero que la niebla se disuelva y me muestre el misterio que con tanto celo y pudor resguarda, y repito espero, ¡no hay manera! Cada vez con más intensidad la tupida patina, espuma de blancura compacta y ciega se hace más densa hasta el punto que como espejo refulgente me encandila.
El dueño de la casa rural me da los buenos días. Yo le comento mi extrañeza: la terquedad de unas nubes que como el cristal opaco impide ver la frondosidad del parque natural de Nijar allá en la feraz llanura. El hombre dice:
"Eso que usted llama aura de nieves plúmbeas no son sino los tejados de plásticos de los viveros de tomates que se extienden por estas tierras, antes pobres y yermas."Y al instante el hombre al ver mi cara de extrañeza y desencanto, me consuela:
"Y gracias a esos telones sintéticos y artificiales este pueblo sueña, espera y vive".
No hay comentarios:
Publicar un comentario