domingo, 10 de enero de 2010
Hoguera escondida
Noche cerrada, las once y media. Las farolas cesaron de alumbrar mi camino. El alumbrado público no llegaba al barrio de las afueras de la ciudad, el de "Los Mineritos" donde yo vivía con mi abuela.
Y hoy al ver el hacha del viento descuartizar como a un conejo la acacia del patio, y caer inerte una de sus ramas, la más florida, al suelo, pero con un nido de tres gorriones a salvo, me acuerdo de aquella muchacha que al volver del hotel, donde por aquel tiempo yo trabajaba de friegaplatos, la encontré dos manzanas antes de llegar a mi casa, tumbada en el zaguán del garaje de Juanele el Mecánico.
Mis dieciocho años de entonces sólo sabían que la vida es movimiento. Por eso al ver quieta a la joven, pensé que estaba muerta. Hoy, ya mayor, he aprendido, y no del todo, que a veces la inmovilidad, lo mismo que la resistencia callada guardan en su interior y a veces a destiempo fuerzas invisibles capaces de desviar el rumbo de las estrellas más pesadas.
Y me acerqué para comprobar el luctuoso presentimiento. Mis ojos todavía cuajados por la inexperiencia de la edad no pudieron ver la hoguera escondida que en su seno, león dormido, albergaba aquella zagala. Aparentemente parecía un cadáver. Incluso me atreví a tocarla para ver si su corazón latía. Y fue tan ardiente el calor que mis manos sintieron, que al retirarlas de golpe, la muchacha abrió los ojos, y se abalanzó contra mi en un abrazo inesperado. Me besó fuerte en los labios y después me dijo: “acabo de conocer al amor de mi vida”.
Luego la muchacha se alzó como una gacela y siguió su camino con sus dos pechos felices al aire húmedo de la penumbra. Y yo aún siento en mi corazón, después de treinta años, la quemadura de aquella llama perdida en la juventud de una noche y cerrada y de regreso.
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