jueves, 5 de noviembre de 2009

Silencio de hierro


Toda una vida ilusionado con aquella cita... ¡para nada! Acabé hundido como globo desinflado y por los suelos.

Antes de ver su hermoso y atento busto, no la conocía. De ahí mi loca manía de achicar las horas para que los días parecieran esponjas que estrujar pudiera y el tiempo al instante estrenara en mis ojos impacientes su hierática e incólume presencia.

Habíamos quedado a iniciativa de la imaginación caprichosa que convierte en real la más absurda de las quimeras. Después del acostumbrado ejercicio por los caminos del colesterol mañanero quiso la telepatía imantada que nace de la forja y de la mano del fuego acrisolado, que tomara asiento en un banco del paseo a la deriva donde ella desde siempre me esperaba como delta a la cola de un río.

Y así fue nuestro encuentro. Tal era el grado de adrenalina de amor acumulada que me descosí en hablar más de la cuenta. Y el humo de mis palabras, resuello sin aliento, nublaban mi visión, pero a mi no me importaba no verla, porque antes de sentarme a descansar junto a ella, su cara de tanto pensarla, conmigo ya la traía a lo largo de todo el recorrido de mi marcha más temprana. Y sin haberla visto nunca, la vi tan cercana como si la conociera de toda la vida. Y llevado de su confianza callada, hablé y hablé, me repetí como ajo de letanía, y me acordé del consejo "eres dueño de lo que callas"; pero mis nervios no me acallaban, y parecían reconfortados en infinitas palabras envueltos. La hice cómplice de mis cuitas, de mis sentimientos, de mis palabras cansadas y sin billete de vuelta. Y su silencio me sedujo tanto que le dije con la mirada inclinada de mi fiel reconocimiento:
"¡No sabes lo que agradezco dar con alguien que al fin me escucha y comprende!"
Y fue entonces cuando alcé la vista y me quedé desolado al comprobar su férrea mirada de estatua sin saber si ella tenía su boca fundida o era mi charrar continuo el que obstruía sus oídos entaponados de acero.

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