jueves, 12 de noviembre de 2009

Laicidad


Las editoriales nos muestran cada vez con más relevancia el nombre del autor que el título de los libros que publican. No vende una buena historia, un cuadro, una escultura, sino su creador. De hecho si me preguntan como se llama la última película de Amenabar no sabría decirlo, en cambio enseguida me vendría a los ojos de la memoria el bello rostro de Rachel Weisz. Y es que un nombre tiene la virtud de contaminar o inmortalizar una historia. Tampoco sé como se llama la última novela de Umberto Eco, pero sé que la leeré se llame como se llame.

Y esta fe ciega en el "autor" por encima de su obra me recuerda aquel argumento ex auctoritate al que recurría mi viejo para convencerme que lo que él decía, tuviese o no razón, iba a misa.

Cría fama y échate a dormir.

Conozco yo a un sommelier con una nariz de oro que sabe la denominación de origen de cualquier vino, en cambio se vanagloria de que nunca ningún caldo llegó a visitar su abstemio tonel gástrico. Y es que a veces esa manía de preguntarnos por la autoría de la belleza impide gozarnos con el placer de la misma. Y hablando de recuerdos tengo yo un amigo con el que salgo de viaje de vez en cuando. Y cuando pasamos por un mirador desde el que se ve el insondable mar, me hace parar el coche para extasiarse con su contemplación y preguntarse ¿quién será el artífice de semejante maravilla? Y mientras yo aprovecho sus dilatadas cogitaciones demiúrgicas para zambullirme en la hermosura de las aguas.

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