Tuve en mis años mozos una novia que vivía en la orilla de la acequia. Al salir del trabajo los dos sentados frente a su cauce tejíamos de música y sueño su lento fluir a campo abierto. El murmullo de las cañas, nuestros besos y el juego de nuestros pies sumergidos y desnudos en la jugosa y libre corriente dilataban las horas tanto que, espacio y tiempo, acequia, atardecer y muchacha, confluíamos todo en lo mismo. Yo era lo que miraba. Mis ojos: los ojos del agua. Más allá del reflejo de las cosas no había nada.
Poco antes de casarnos ingenieros y operarios vendaron los ojos de la acequia. Camiones de graba enclaustraron, entubaron su lecho. Tapiaron porvenires y canciones. Asfalto, vigas y hierro enterraron planes de agua pasada. Sepultada la acequia las manos de la noria ya no pudieron sacar estrellas ni amaneceres de su regazo. Y se acabó nuestro amor.
Y esa es la pega del paroxismo del amor total y envolvente, que si lo alcanzas, y por hache o por be algún elemento del contexto se va a pique, nosotros también nos vamos con él. O no.
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