Petarda

Pese a llamarse Petarda, su cara: placentero estanque de mis ojos estresados. Y cada vez que mi cuerpo en sus olas yo metía, los ajetreos, las turbulencias desaparecían por el buen bregar de su aguas irisadas.

Es cierto que tan vasto nombre no hacía honor a sus dotes. Ella merecía llamarse Engracia, Dulcinea, Beatriz o Dorotea. Lo mismo que hay palabras hermosas que apestan por su hipocresía y contextura forzada, las hay horribles también, desentonadas y esdrújulas que son ambrosía y huelen a madreselva.

Con todo, aborregado por el que dirán y el dicho de que la mujer del amo ha de ser bella y parecerlo, llevé a mi esposa a una clínica de estética logopédica para que abrillantaran su plebeyo patronímico, ajustaran la fonología de su nombre a la beldad y donosura de quien de manera tan probada lo portaba.

Nada más salir Petarda de la consulta con su prosodia liposuccionada, la fonodepilación precisa, el sufijo de su nombre corregido,... un listillo, un literato de turno, uno de esos que creen que escribir bien es escribir in sensu stricto, gramatical y correcto, se la llevó engatusada.

¡Ay cuánto lloré a mi Petarda con sus ecos naturales, su tosquedad gutural! Menos mal que muy pronto ella, fiel a su acento y guisa, se zafó del ilustrado galán, y regresó a mi regazo con un "prefiero ser la Petarda de tus labios sinceros que la Gallarda de su lengua falaz".