
Todo lo que vemos, pensamos y deseamos pasa por el prisma, ese espejo poliédrico de la mente en el que la realidad a nuestro alcance allí queda reflejada. Y conforme las secuencias de nuestras experiencias puntuales llegan al cristal de la conciencia las aguas de nuestras percepciones concretas allí pierden su esencia, y convertidas quedan en sustancias digitales.
Y así el amor, si es que fraguara en la circunvalaciones escondidas del hipotálamo, también sería figurado e imaginario, nido fecundo de suposiciones idealizadas. Si el amor tuviera que alimentarse de la realidad, sin pasar por el crisol de su virtualidad, se moriría de hambre. Que sólo gracias a su efecto transformador de ensoñación, es fiel y permanece vivo.
Y había dentro de aquella mujer una pregunta, un amor que nunca encontró respuesta ni hombre que se la diera. La insaciable la llamaban. ¿Os imagináis un río cuyas aguas no van a ninguna parte? Un cauce que revienta, un corazón desbordado, un mar incontenido que no alcanza la bahía, ni un costado donde reclinar su cabeza. Y este amor para matar su hambre probó todos los bocados, pero nunca jamás se vio saciado.
Dentro de aquella mujer había un hueco que nadie podía ocupar. Y se agarró a la virtualidad para llenar su vacío, esa avería consustancial con la que había nacido.
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