
El pueblo está de luto. Acaban de enterrar a una vecina. Deja niña, cinco años, alegre como el dulce volar de las mariposas. Su madre, mujer feliz, pero desde hacía unos días el arco iris de sus ojos ya no pinta estambres de colores en su cara.
Ayer la niña volvió del cole. Y después de la merienda la niña sale a jugar a la calle. Se dirige a la cochera.
Se rumorea que a su padre lo han visto con una pelandusca de pueblo de al lado. La niña no sabe nada. La madre se huele algo. Por eso cuando la otra noche su marido quiere hacerle el amor, ella se cierra como una ostra. Y es entonces cuando el marido le espetó a bocajarro: “mi amante es más mujer que tú”.
Cuando la niña entra en la cochera para coger la bicicleta ve a su madre colgada de una colaña. Su cuerpo aún está caliente, pero el nudo de la soga hacía ya una hora que le había estrangulado el alma.
No es el primero que se ahorca en este pueblo. Antes lo hicieron Boli el zapatero, Ramiro Esteban, el caporal del conde. Casi todos los ahorcamientos son en el mes de los vientos.
Y la niña llora “por qué tuvo que ahorcarse mi madre”. El abuelo contesta:
“En su albarda los vientos de marzo llevan ceniza de cuervos envenenados. Y el que tiene la desgracia que le salpique en la frente una mota de esta ventisca se vuelve loco y no descansa hasta que no se quita de en medio”.
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