
Eramos juntos como el oxígeno y el hidrógeno. Separados ya no fuimos agua. Y el mar no exixtía. Tampoco las nubes, ni los ríos, ni la bahía. Cuando te fuiste te llevaste mis ojos, mis labios sellados y el cénit, aquella senda que nos llevaba hasta el cielo en las madrugadas de plata.
Y aquel abrazo atómico del que nació el sol y su estela sobre las olas de oro vivo, acabado, desliado y roto, se hizo tierra de rambla, arena y ceniza que ni funde ni fragua. Hoy los dátiles de las palmeras abatidas son mis lágrimas contra las piedras de esta orilla desnuda y sola.
Y el hechizo de aquel sueño de esperanza y camino, horizonte sin límites entre los surcos de tu corazón y el mio, sobre una playa luminosa, se llenó de grumos, de nudos de polvo y nada, sin señales de otro mundo: ceguera muda y blanca.