jueves, 13 de noviembre de 2008

Viento de madrugada




Al romper el alba veo al viento que abraza a la luna apasionada. Clarea y unas llamas negras azotan y se reproducen como una plaga de fantasmas en el cristal de mis ojos crispados. Miro fuera y la tierra es todo un correr perseguido, vapuleado de sombras multiformes en movimiento alocado y continuo. El chasquido de las hojas del nogal me levanta de la cama. Duermo cariñosamente apretado a sus ramas. Y me despierta su clamor ajetreado.

No todos los árboles sienten igual. A la higuera prepotente, presuntuosa, no parece afectarle el vendaval esta mañana. Las hojas de la olivera me saludan apretadas, tímidas y casi en silencio. En cambio las del nogal lo hacen con insistencia; y es que el viento de la madrugada sacude con violencia crujida el alma de sus hojas agitadas. Y ellas más sensibles e impulsivas, se resisten, lloran su crucial desprendimiento. Las hojas tiesas y quemadas, conforme son expulsadas del edén de su plateado asiento, se arremolinan juntas, solidarias, y lloran su exilio en un rincón en el suelo amotinadas.

Dicen que el otoño es tan bello en su original tibieza como pueda ser un amanecer brioso en primavera. Que la hermosura no es homologada ni comparable. Cada cosa, momento, forma y hechura tiene su propia idiosincrasia; y en su especie, no hay belleza como la de cualquier substancia. Pero en el escandaloso y epiléptico viento de esta alborada novembrina yo no veo bondad alguna. Hasta el alba está amoratada de tanta cruel sacudida. Y mi cabeza, dolorida por este ir y venir de un viento que no tiene conocimiento ni hartura.