
Aquel hombre, que después de muerto quiso verse vivo y nombrado en boca de sus deudos y descendientes, por fin encontró solución a su afán de notoriedad congénita. Y no una solución, sino varias. Elegir es un don siempre posible aún entre los pobres que no tienen más cera que la que arde. Pueden soplar su escueto cabo de vela o dejar que se consuma. La libertad es patrimonio de todos, pero algunos no tienen la llave que abrir pueda la puerta de su ejercicio y arbitrio.
No es este el caso de nuestro hombre que, además de “posibles”, tiene dinero y agallas para tirar por los aires. Y no sabe si le trae más cuenta acudir a la Nasa para que lance su nombre grabado en una tabla incombustible al infinito sideral, o embarcarse él mismo en la cápsula de un Soyuz como un invicto astronauta. Y entre los treinta millones de dólares que le piden por el crucero espacial y la "gloria" de verse eternamente en letras Times Bew Roman en el procesador de un satélite, prefiere gastarse la pasta, que convertirse en pixeles de plasma por toda una eternidad.