
De golpe un dolor helado me apretó la sien y cortocircuitó el cerebro. Durante un tiempo eterno los cristales rotos de mis recuerdos saltaron esparcidos, congelados como el frío que inutiliza los dedos abrasados de un rebuscador de hongos o aceitunas.
Al ir a probar el primer bocado me deplomé: un glaciar sobre la mesa. ¡Con lo que me gustan las alubias con chorizo...! Mi cabeza derribada como deshielo atronador de la Patagonia. El vaso de agua cayó al suelo. El ruido de los cristales rotos contra el mar del pavimento. Y mi tronco: yerto, desparramado como los cristales del vaso.
Luego vino el hospital. Y allí en casa todo quedó a medio, boca arriba. La comida servida sin comensales ni charla. Y mi silla volcada y vacía. Tras cuatro horas inconsciente en urgencias abrí los ojos; y un mundo autista empezó a dar vueltas sobre mi eje desajustado: el olvido. No recuerdo el dolor helado que por la nuca me obturó el cerebro. El dolor ya no me duele. Ya no hay nada alrededor que pueda dolerme. Delante de mí están los que me quieren, pero yo ya no los quiero. No puedo, no los reconozco. Y de mí tan sólo queda un bulto depositado en un buzón sin destinatario ni remitente, perdido en el casillero del mar de la noche.
Ahora el médico me pregunta:
“¿Qué le ha pasado, amigo?”Le contesto:
"¡Ojala me acordara!"Y me dice ahora el doctor al que no entiendo y confundo su boca con la tapadera de cartón de una caja de zapatos:
"La memoria es un vaso de agua. Y roto el vaso, los recuerdos como el desprendimiento del glaciar se escapan, desaparecen."