
Hace ya mucho que salí de casa, aunque, sinceramente, desde donde estoy no es fácil llevar la cuenta. Las placas del tiempo se superponen de manera tan confusa en mi memoria que se me hace imposible distinguir el curso de los días. De las distintas caras con las que he posado en este plató de variedades, playa de oscuridades y epifanías, no sé cual es hoy la mía. En mi cabeza el tiempo es como una rueda en la que los empalmes de las horas han desaparecido, sus juntas se han oxidado por la corrosión salitrosa de los años, "cambio climático" como llaman ahora.
Tanto el ayer como el futuro, el pasado como el ahora para mí son una misma cosa. Entre el principio y el fin no percibo diferencia alguna. Lo que de verdad me importa, no es la turbulencia casual y concreta del momento, sino la inmanente trascendencia del continuo fluir de la vida. Sumergido como estoy en la nada, paso de la accidentalidad temporal de los acontecimientos, y tan sólo me interesa de este mundo la infinita realidad de su existencia.
Y si, yo en estos momentos, me entretengo en evocar aquí este sentimiento de ahondamiento en el abismo de este instante, se debe tan sólo a una preocupación que emerge del naufragio en donde estoy ahogado:
“No es justo que vida y muerte sean la misma cosa, o ¿acaso sea eso la trascendencia?”.