
En el palmo de tierra donde a diario echo yo mis lágrimas y desperdicios veo florecer cada primavera ramilletes de verdolagas. La tierra, como el tiempo, convierte la pena en calma y transforma nuestro inevitable sufrir en fuente de conocimiento.
Y es que a la tierra no se le parten las caderas por muchos partos que tenga. Tras cada luna, luego de ser fecundada, otra vez virgen se queda para ser de nuevo concebida. Y la tierra lo mismo que es displicente para darnos cosecha una tras otra, es también generosa para recibir el egoismo de nuestras sobras. No he visto yo en mi vida que la tierra escupa los restos de cualquiera por muy apestado que haya sido. Al contrario ella siempre protectora saca partido de nuestros deshechos y desgracias.
Pero ayer la tierra que no conocía me ofreció su cara oculta. El padre no estaba para pachamamas, cobijas ni trascendencias cuando le comunican que su hijo ha muerto sepultado por un desprendimiento de tierra. Sin más allí corre desesperado, y encima mismo donde la tierra aplasta el cuerpo de su querido hijo se pone a patalear loco de rabia maldiciendo a la tierra aquella. Y es que nuestro dolor se redobla cuando lo produce precisamente aquello que más queremos.