sábado, 29 de noviembre de 2008

El escondite de las palabras




¿Recuerdas aquel día que me encontraste, no donde yo suponía, sino donde nunca creí ni acepté haberme escondido?

Jugábamos al escondite y un encendido olor a rosas me apartó de tu rastro. Que no siempre un perfume nos lleva hasta nuestra flor idealizada. Que a veces los olores despistan, que también son confusos y erráticos, opacos como las palabras.

Hoy, como cuando éramos niños, también jugamos al escondite, aunque no con tanta enajenada expectación y frescura. Unas veces tú te escondes en la cocina y en enseguida el aroma caldeado de las almendras tostadas me lleva hasta tus brazos.

Antes, cuento hasta treinta, para que se me vaya el enfado, esa tontería por la que discutimos si es mejor sembrar patatas que pimientos italianos.

Y cuando a mí me toca esconderme lo hago en la testarudez de un silencio mohíno. No abro la boca en tres días. Me encierro con mis manías: una colección de mariposas negras. Esa es mi protesta, mi ayuno para demostrarte, más bien inculparte que no me pareció bien que fueras tan condescendiente con el vecino y que le regalaras la mejor calabaza que yo regué con los celos del huerto.

Luego yo me avergüenzo de tenerte rencor por tu generosidad y revuelo. Y enseguida, enterrada el hacha enmudecida, corro a ti arrepentido con mi perdón en un beso que te busca con los ojos entornados y mis carnes abiertas.

Pero esta vez ya no te encuentro. Una hilera de frases huecas, barrera de incomunicación extraña, me recluye escondido en mis palabras.