Un escritor es un buitre carroñero al que no le duelen prendas ni le da pudor ni vergüenza construir mentiras con retales de historias reales, desperdicios que a diario encuentra en la arena donde los mortales lidian su destino a cornadas y desaires.
El sentir popular no permite que un muerto en el anonimato navegue a la deriva por la laguna de Estigia sin llevar en la solapa la etiqueta con su nombre y apellidos. De lo contrario su alma deambularía errante sin llegar a la otra orilla durante toda la eternidad.
Todos los fallecidos en el siniestro son reconocidos por deudos y allegados. Una excepción: de una mujer, también muerta en el lamentable naufragio, ningún paradero, nadie se hace cargo. Analizados sus restos y cotejados con los datos del censo municipal, la comisión forense concluye que la finada en cuestión responde a una señora que vive en la calle del Fondo número 66.
El empleado de los servicios funerarios lleva un paquete con la cenizas de la referida al domicilio. Toca el timbre. Una mujer de sonrisa atenta le abre la puerta. El funcionario le dice:
“Señora, aquí tiene su cadáver. Este “envoltorio” es de su propiedad. Firme aquí, por favor.”La sonrisa de la mujer se quiebra y con manifiesta repulsa se niega a recibir la caja donde supuestamente debieran ir sus restos, y le da un portazo al descarado caronte.
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