lunes, 5 de mayo de 2008
Una corazonada
Te faltan sólo unas horas para morir y aún no tienes acabado el plano de las ubicaciones que tras la muerte guiarán tus pies helados por las galerías subterráneas del inframundo de las ánimas. Quieres llevarte contigo la libreta de tus apuntes; serán las señales de tráfico para tu nuevo camino. No te apena morir. Lo que te preocupa, una vez muerto, es perderte por los tenebrosos laberintos del Hades; y que contigo también se pierda el vivo esplendor de la cosecha de tus ojos.
Eres pintor y se te da bien dibujar lo que miras. Trabajas a destajo. Con pasión acelerada atenazas con tus ojos el rojo de la flor de los geranios y trasladas el cáliz de su sangre jubilosa al papel cebolla de tu cuaderno. Lo mismo haces con el color de la tarde, con el verde aroma de la menta, con el morado de los jopos de los ajos, con todo lo que aún enciende tu mirada. Debes acabar el plano. Tu borrador, tus esbozos serán la senda señalizada, guía iluminada y certera tras tu paso por el túnel blanco.
Crees que allá en el otro lado las localizaciones que configurarán tu hábitat post mortem será la misma vista que aún rodea tu medio natural de vida. Tan sólo con una diferencia: la misma realidad, pero en otro plano. Suponte que en vida escuchas el “Al herben de princen haren” de J. van Eyck. Pues bien una vez muerto en lugar de oír esta sonata a través de la flauta dulce soprano, la escucharás con otro instrumento sublime nunca construído y en una clave distinta con notas jamás pulsadas. Es una corazonada.
Ahora embelesado pintas el canto del tordo y de su vuelo. Y un último estertor del pincel en ristre se escapa del corazón emborronado de tu mano.
Mañana y siempre que los geranios vean que un pájaro rasga la guitarra del azul del cielo se acordarán de un pintor que quiso llevarse tras su muerte en la guantera de su coche averiado la tremenda belleza de este suelo.
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