miércoles, 7 de mayo de 2008
Beso pasajero
De aquel cremoso beso hace tan sólo cuatro días.
La tarde masajea sus cuerpos cual rutinario panadero su masa. Un apetitoso pastel de hojaldre con chorretes de mermelada incluidos se cuece en el vientre del horno apasionado de dos muchachos que soban sus carnes, comezón crujiente de su adolescencia imparable.
Y tras este beso largo y recostado bajo la sombra de un eucaliptus empinado junto al azud del río, el muchacho y la muchacha, compañeros de clase, se despiden. No hay flores. Tampoco el canto del zorzal endulza el aire. Es tarde. Les espera la cena y unos padres muy guardianes. Antes de decirse adiós y quedar de nuevo en el mismo lugar para el sábado que viene, graban sus iniciales en el árbol, testigo de su repunte amoroso. Y para que no se escape el beso acotan sus nombres en la corteza del eucaliptus con el cordón de un corazón estampado.
Llega el sábado por la tarde. El muchacho y la muchacha de nuevo se encuentran en el azud del río. El día antes los forestales talaron el árbol de su corazón. Y los muchachos sin decirse nada, al no ver su beso en la savia del árbol truncado, cada uno por su lado, regresan a sus respectivos juegos de adolescentes inquietos.
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