“Lo grita Juan Panadero.(Rafael Alberti)
Juan en paz, un Juan sin guerra,
un hombre del mundo entero”.
El día está soleado. El ánimo de los manifestantes, distendido, cual corresponde a un día festivo vivido en paz y libertad. El atuendo, deportivo. Niños con globos. Pancartas desplegadas respirando libres el verde de la primavera. Guardias municipales protegen con cortesía el tranquilo deambular de los manifestantes, hasta casi con veneración sagrada. Juan Panadero se siente feliz, casi honrado, como santo patrón sacado en procesión. Se observa la misma complacencia y entusiasmo en el rostro de los miles de manifestantes que han acudido a la convocatoria. Unos sonríen, otros se saludan, se abrazan. Pañuelos rojos de UGT, gorras de Comisiones Obreras. Es agradable ver el efecto multicolor y tranquilo de todos los que se han sumado a esta efemérides con sus pasquines y sus pegatinas en alegre bandolera. Las reivindicaciones y las protestas no empañan el ambiente desenvuelto que huele a festín y romería.
La manifestación discurre por la misma avenida que aquella otras de la clandestinidad. Hace ahora treinta y tantos años. Desde la guerra civil, la clase trabajadora de esta ciudad, diezmada y amordazada por la dictadura, no se manifestaba públicamente. Mucho tiempo para Juan Panadero recluido en las catacumbas de la ilegalidad, soterrado en la clandestinidad de una historia reprimida. El movimiento obrero no nació para esconderse debajo de las enaguas de la cobardía. Aquel año, Juan Panadero cansado de encubrir sus reivindicaciones con recitales en ateneos con tufo a progresía liberal, por fin decidió salir del armario y junto con otros compañeros se manifestó en plena Gran Vía. No eran tantos como ahora. Pero los suficientes para que su grito de emancipación llegara hasta las libertades del día de hoy. Sabía que una muchedumbre infinita de trabajadores del mundo libre le cubría las espaldas. El recorrido fue corto. Apenas le dio tiempo para desplegar su pancarta. Una brutal carga policial se abalanzó sobre él. Aquella noche Juan Panadero y sus compañeros durmieron en comisaría y luego sus huesos fueron a parar a la cárcel.
Hoy son muchos más. Pero hogaño sus albardas no parecen tan ligeras como antaño. La cabeza de la manifestación, compacta y ordenada, franquea ahora la misma plaza de aquel año de tropelías y carreras, en las que Juan Panadero fue barrido como una colilla por una blindada brigada de antidisturbios. La manifestación toca a su fin. Los oradores desde la tribuna se dirigen ahora a los manifestantes, la mayoría son inmigrantes.
El dulce color de la mañana al instante es ensombrecido por el cinturón negro de un montón de cabezas africanas y de otros países de injusta miseria. Los inmigrantes escuchan atentamente a los representantes de los sindicatos. Los trabajadores de entonces son los inmigrantes, los parados, los mileuristas de ahora. La sarna de la explotación capitalista chupa, se abastece hoy de sangre fresca.
Y el himeneo de la acomodada conciencia de Juan Panadero hace aguas. Siente como si el mundo, desde aquella otra manifestación contra la dictadura, diese una vuelta de rosca hacia atrás. Hoy no ve pelotas de gomas, policías disparando, botes de humos ni carreras. Pero el virus mutante de una nueva explotación capitalista, mucho más sutil y cruel que la de aquellos años, pulula agazapado en el aire. Como si la tuerca del tiempo retrocediese a los años salvajes de la revolución industrial.
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