jueves, 15 de mayo de 2008

Turista en mi propia tierra



Tenía unas ganas tremendas de sentirme libre, perder de vista todo lo que con su rutinaria proximidad me acosaba.

Desde hace una semana la huelga tiene estrangulada a la ciudad. Sus habitantes están sitiados, topos numantinos en su madriguera. Con dos meses de anticipación yo tenía el billete para un viaje de placer a las islas Malibú, pero esta maldita huelga de transportes ha tirado por tierra el sueño de mis vacaciones de lujo.

Y recuerdo cuando mi padre me castigó durante una semana sin salir a la calle por haberle rallado el coche al “sangría”, aquel vecino del bigote en punta que nunca nos devolvía la pelota que se colaba en su terraza cuando de niños jugábamos en la placeta del puerto.

Así me siento hoy, sin balón y con mis alas cortadas después del pesado tormo de todo un año atado al yunque de la oficina. Aquí estoy con la pata quebrada y con el pasaje de un crucero truncado en mis bolsillos de mierda.

La ciudad sigue bloqueada por sus siete puertas. Ajeno a la paralización generalizada de trenes, taxis y aeropuertos, esta mañana cojo las de Villadiego camino de la estación. Toda la flota se encuentra amarrada por la tormenta de los conductores en paro.

La estación de autobuses dista de mi casa apenas una manzana. Y justo en el hotel Varadero que pilla justo detrás de mi casa reservo la mejor habitación. El recepcionista que me conoce de verme pasar por la acera a cada momento, pone cara de zanahoria y por respeto no me dice lo que por su cabeza pasa: "muy mal le tiene que ir a éste para buscar alojamiento a tres pasos de su vivienda”. Y tan sólo me dice lo que le diría a cualquier cliente:
“Muy buena estancia tenga usted señor Viator en su confortable aposento de gala que desde este momento es suyo como suyo es todo nuestro personal a su servicio.”
Subo a mi habitación, la 512. Ultima planta. Desde el ático la ciudad otea radiante como señora que reclama posesión y querencia. Y me invade un deseo ardiente de sentir mía su nostalgia, de palpar las encrucijadas crujientes de sus avenidas, las arterias de sus muslos calientes, de besar sus fuentes, admirar sus monumentos reflexivos, oler la fragancia de sus calles mojadas, sentir el frescor de la sombra de sus rincones sepultados por la monotonía.

Tras un relajado baño de sales visto mi camisa playera, zapatillas de deporte, el sombrero de paja blanca, me cuelgo al hombro la video cámara y me coloco como un perfecto guiri las gafas de sol ahumadas. Bajo a recepción y solicito folletos para visitar lo más típico de mi ciudad.

De nuevo el recepcionista me mira sin poder evitar su extrañeza. No se explica como un hombre que durante más de cuarenta años tiene pateada la ciudad por activa y por pasiva precise ayuda para conocer lo que conoce de sobra. Debe pensar que perdido tengo el juicio. Pero de nuevo se sobrepone con su habitual profesionalidad y discreción. Y disimulando no haberme visto en su vida me indica los lugares más emblemáticos de la zona.

Y así es como en esta mañana catapultado por una huelga generalizada de transportes de viajeros turisteo la ciudad a la que yo creía conocer mejor que la palma de mi propia mano. Saco a pasear mi espontánea y antigua curiosidad viciada.

Primera parada: plaza del Arrecife. Me repantigo en la soleada terraza de unos de sus bares más refinados junto al palacio de la música. Cruzo una pierna sobre otra y le pido al camarero una jarra de cerveza, unas aceitunas de la comarca y un pastel de la casa. Y de pronto tengo la sensación como si acabara de llegar a una ciudad jamás visitada.

En este mismo momento pasa por delante mi hermano y al verme desubicado y fuera de mi habitual contexto hace como que no me ve, y yo como si nada le tocara. También pasa sin decirme ni pío la limpiadora del piso, el panadero de la esquina, el chico de los recados. Todos, aún conociéndome de sobra, me ven distinto. Y es así como yo me siento, extraño, ese otro que siempre quise ser en mi propio pueblo ignorado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario